La
visión de la lluvia torrencial, que estrella y azota las gruesas gotas y los granizos
contra las ventanas, se hace reconfortante. Desde dentro de casa, naturalmente.
Desde el lado seco del cristal de una ventana. Por una parte es un poco
sobrecogedor el ruido de los impactos en los cristales. Pero al unísono, la
temperatura del ambiente baja unos cuantos grados, haciéndose agradable el
estar, para el horrible calor que hasta hace un momento había.
— ¡Qué bien se está
en casa! —dice súbitamente mi madre—, haciéndose añicos el silencio enrarecido del
comedor y mis pensamientos interiores. Mientras afuera, en la calle, apenas se
puede distinguir ya nada con claridad. Todo es un borrón con apenas siluetas.
El
viento y la lluvia vapulean con toda su furia casas, árboles, toldos, farolas y
todo tipo de papeles, plásticos y objetos que vuelan descontrolados en todas direcciones.
El polvo lo envuelve todo. Desde mi ventana, al mirar hacia afuera subido sobre
la silla, con mi frente pegada al cristal, apenas puedo ya ver más allá de una
nube compacta de polvareda que pegada hasta el suelo, lo envuelve todo, y entre
las gotas y los trocitos de hielos de los granizos que se estampan deshaciéndose
contra los cristales, esparciendo su agua en múltiples direcciones. En la
calle, de vez en cuando algunas cosas escasamente distinguibles, pasan sus
sombras volando ante mi mirada, de manera veloz, sin poderlas identificar, como
inmersas en un enorme borrón que el alocado viento con empeño difumina.
En
casa, ya es necesario tener encendidas las luces, porque fuera, la luminosidad se
hace cada vez más tenue y los reflejos del Sol son ya muy débiles, tamizados
por la polvareda, como para poder penetrar en los espacios de una casa. Hace
falta echar mano de la luz eléctrica. Aunque mi madre es remisa a encender las
lámparas en circunstancias como ésta y no me permite que me salte cierta norma
irremediable.
— No se deben
encender las luces en las casas cuando se avecina una tormenta, porque las
bombillas encendidas atraen a los rayos.
— Pero mamá si no
se ve nada. Estamos a oscuras.
— No hace falta ver
nada ahora. De momento hay que esperar con sosiego a que todo esto pase.
Mientras hay tormenta, lo mejor que podemos hacer es estar quietecitos, con las
luces apagadas y rezar para que todo transcurra en paz.
Así
que, mientras la tormenta se decide a comenzar, debemos estar a oscuras allí
adentro. En el comedor. La sensación de protección en casa se interrumpe
bruscamente con el chasquido apenas perceptible del latigazo de un enorme
resplandor. Un inmenso fogonazo de luz, ilumina y descubre todos los rincones oscuros
a nuestra vista, porque la luz invasiva, aunque sólo por un instante, es deslumbrante,
y deja impregnada en nuestras retinas la foto brillante de donde teníamos
depositada la mirada en ese preciso momento, para dejar al unísono del amortiguado
crujido, todo el barrio a oscuras.
— ¿Lo ves? Ya se ha ido la luz
en todo el barrio. Si llegamos a tener las luces encendidas, seguro que alguna
bombilla se nos habría estropeado.
— ¿Por qué se va la luz cuando
hay tormenta, mamá?
— Pues porque habrá caído una
chispa en el transformador.
— ¿En el transformador de la
calle, donde está el cartel con la calavera y pone “No tocar. Peligro de
Muerte”?
— Pues, seguramente que habrá
caído ahí. Por eso pone “No tocar. Peligro de Muerte”, porque pueden caer
chispas en cualquier momento y se quedan atrapadas dentro, y si los niños se
acercan allí, pues seguramente se mueren. Así que allí no hay que acercarse
para nada.
Venían
a mi memoria, todas aquellas veces, en las que los chicos de mi pandilla y yo, nos
acercábamos emocionados al transformador, una caseta de cemento pintado de
blanco, que debía contener en su interior el transformador de corriente trifásica
para abastecer de corriente alterna a las casas de aquella zona. Con su puerta negra
metálica, siempre cerrada, sin poder ver su interior y nos hacíamos preguntas
sobre el significado de aquella chapa grande plateada, con un dibujo grabado en
blanco y negro, de una gran calavera y dos huesos cruzados bajo ella. La
muerte. Yo no lo podía entender. Pero tampoco se lo podía preguntar a mi madre,
no sea que pensara que yo iba por allí y me dejara castigado sin salir una
buena temporada.
El
cartel de “No tocar. Peligro de Muerte” era un reto para todos nosotros, y ante
la voz de alguno que siempre decía en alto la invitación de “¡marica el
último!”, todos nos acercábamos sigilosos y con muy lentos movimientos de
aproximación, como si no quisiéramos despertar a la muerte, que sin duda estaba
dormitando dentro, y extendiendo el brazo y el índice de nuestra mano, tratar
de tocar sólo un poquito en aquella puerta metálica, porque aquello realmente
no era tocar la puerta, sino rozarla sólo un pelín, para inmediatamente salir
corriendo en dirección contraria.
— ¿A alguien le ha pasado algo?
— Me ha parecido notar algo...
aquí en el dedo…
— Pero qué vas a notar, si es
mentira, no se muere uno…
— Es que tocamos muy poquito,
hay que tocar con toda la mano…
Alguno
siempre invalidaba nuestro acercamiento. Y puestas las cosas así, tras un
silencio en que nadie se atrevía a decir nada, nos íbamos despacito calle abajo
todos juntos y callados, como si quisiéramos huir con sigilo de la muerte, sin
que nadie se diese cuenta, con la emoción contenida por el peligro que habíamos
corrido, lo que no obstante, nos producía estar más vivos que nunca.
— ¿Quién quiere jugar al guá?
A
alguien siempre se le ocurría algo para romper nuestros pensamientos de miedo,
por lo que ante el nuevo reto, nos olvidábamos de aquel transformador por unos
días. Ninguno volvíamos a hablar de aquel oscuro asunto, hasta que llegara la
siguiente ocasión de intentar tocar a la muerte.
Alfonso Sánchez Ortega.
IRIS. Primer Libro. El momento presente.
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