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miércoles, 24 de abril de 2013





La visión de la lluvia torrencial, que estrella y azota las gruesas gotas y los granizos contra las ventanas, se hace reconfortante. Desde dentro de casa, naturalmente. Desde el lado seco del cristal de una ventana. Por una parte es un poco sobrecogedor el ruido de los impactos en los cristales. Pero al unísono, la temperatura del ambiente baja unos cuantos grados, haciéndose agradable el estar, para el horrible calor que hasta hace un momento había.
— ¡Qué bien se está en casa! —dice súbitamente mi madre—, haciéndose añicos el silencio enrarecido del comedor y mis pensamientos interiores. Mientras afuera, en la calle, apenas se puede distinguir ya nada con claridad. Todo es un borrón con apenas siluetas.
El viento y la lluvia vapulean con toda su furia casas, árboles, toldos, farolas y todo tipo de papeles, plásticos y objetos que vuelan descontrolados en todas direcciones. El polvo lo envuelve todo. Desde mi ventana, al mirar hacia afuera subido sobre la silla, con mi frente pegada al cristal, apenas puedo ya ver más allá de una nube compacta de polvareda que pegada hasta el suelo, lo envuelve todo, y entre las gotas y los trocitos de hielos de los granizos que se estampan deshaciéndose contra los cristales, esparciendo su agua en múltiples direcciones. En la calle, de vez en cuando algunas cosas escasamente distinguibles, pasan sus sombras volando ante mi mirada, de manera veloz, sin poderlas identificar, como inmersas en un enorme borrón que el alocado viento con empeño difumina.
En casa, ya es necesario tener encendidas las luces, porque fuera, la luminosidad se hace cada vez más tenue y los reflejos del Sol son ya muy débiles, tamizados por la polvareda, como para poder penetrar en los espacios de una casa. Hace falta echar mano de la luz eléctrica. Aunque mi madre es remisa a encender las lámparas en circunstancias como ésta y no me permite que me salte cierta norma irremediable.
— No se deben encender las luces en las casas cuando se avecina una tormenta, porque las bombillas encendidas atraen a los rayos.
— Pero mamá si no se ve nada. Estamos a oscuras.
— No hace falta ver nada ahora. De momento hay que esperar con sosiego a que todo esto pase. Mientras hay tormenta, lo mejor que podemos hacer es estar quietecitos, con las luces apagadas y rezar para que todo transcurra en paz.
Así que, mientras la tormenta se decide a comenzar, debemos estar a oscuras allí adentro. En el comedor. La sensación de protección en casa se interrumpe bruscamente con el chasquido apenas perceptible del latigazo de un enorme resplandor. Un inmenso fogonazo de luz, ilumina y descubre todos los rincones oscuros a nuestra vista, porque la luz invasiva, aunque sólo por un instante, es deslumbrante, y deja impregnada en nuestras retinas la foto brillante de donde teníamos depositada la mirada en ese preciso momento, para dejar al unísono del amortiguado crujido, todo el barrio a oscuras.
— ¿Lo ves? Ya se ha ido la luz en todo el barrio. Si llegamos a tener las luces encendidas, seguro que alguna bombilla se nos habría estropeado.
— ¿Por qué se va la luz cuando hay tormenta, mamá?
— Pues porque habrá caído una chispa en el transformador.
— ¿En el transformador de la calle, donde está el cartel con la calavera y pone “No tocar. Peligro de Muerte”?
— Pues, seguramente que habrá caído ahí. Por eso pone “No tocar. Peligro de Muerte”, porque pueden caer chispas en cualquier momento y se quedan atrapadas dentro, y si los niños se acercan allí, pues seguramente se mueren. Así que allí no hay que acercarse para nada.
Venían a mi memoria, todas aquellas veces, en las que los chicos de mi pandilla y yo, nos acercábamos emocionados al transformador, una caseta de cemento pintado de blanco, que debía contener en su interior el transformador de corriente trifásica para abastecer de corriente alterna a las casas de aquella zona. Con su puerta negra metálica, siempre cerrada, sin poder ver su interior y nos hacíamos preguntas sobre el significado de aquella chapa grande plateada, con un dibujo grabado en blanco y negro, de una gran calavera y dos huesos cruzados bajo ella. La muerte. Yo no lo podía entender. Pero tampoco se lo podía preguntar a mi madre, no sea que pensara que yo iba por allí y me dejara castigado sin salir una buena temporada.
El cartel de “No tocar. Peligro de Muerte” era un reto para todos nosotros, y ante la voz de alguno que siempre decía en alto la invitación de “¡marica el último!”, todos nos acercábamos sigilosos y con muy lentos movimientos de aproximación, como si no quisiéramos despertar a la muerte, que sin duda estaba dormitando dentro, y extendiendo el brazo y el índice de nuestra mano, tratar de tocar sólo un poquito en aquella puerta metálica, porque aquello realmente no era tocar la puerta, sino rozarla sólo un pelín, para inmediatamente salir corriendo en dirección contraria.
— ¿A alguien le ha pasado algo?
— Me ha parecido notar algo... aquí en el dedo…
— Pero qué vas a notar, si es mentira, no se muere uno…
— Es que tocamos muy poquito, hay que tocar con toda la mano…
Alguno siempre invalidaba nuestro acercamiento. Y puestas las cosas así, tras un silencio en que nadie se atrevía a decir nada, nos íbamos despacito calle abajo todos juntos y callados, como si quisiéramos huir con sigilo de la muerte, sin que nadie se diese cuenta, con la emoción contenida por el peligro que habíamos corrido, lo que no obstante, nos producía estar más vivos que nunca.
— ¿Quién quiere jugar al guá?
A alguien siempre se le ocurría algo para romper nuestros pensamientos de miedo, por lo que ante el nuevo reto, nos olvidábamos de aquel transformador por unos días. Ninguno volvíamos a hablar de aquel oscuro asunto, hasta que llegara la siguiente ocasión de intentar tocar a la muerte.

Alfonso Sánchez Ortega.
IRIS. Primer Libro. El momento presente.

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