A
la vez que el gran estruendo del trueno, casi en el mismo instante que el relámpago
irrumpió, se convierten las vibraciones del momento en un parecido cercano al
derrumbe inminente de la casa y se generan de paso, multitud de ruidos
infrecuentes por todo nuestro alrededor, tomando consciencia del pavoroso
retumbar que viene desde el exterior, desde el otro lado del cristal por el que
miro, haciéndonos recordar que están aquí cerca, junto a nosotros, los muebles,
los platos, los vasos, las copas, las lámparas, los cuadros, que danzan en sus
lugares y llaman nuestra atención, cambiando de postura, por si se nos había ya
olvidado su existencia. Todo se mueve, todo vibra al unísono, como si fuese el
anuncio del inminente acontecer de un final trágico sobre nosotros. Cuando este
momento sucede, ya no estoy tan seguro de que en casa estemos totalmente
protegidos.
Mi madre como de costumbre, con
el impacto de su voz, me despertó de la distracción en la que yo estaba sumido,
emocionado y ya preparado para iniciar una nueva cuenta de los segundos entre
el relámpago y el trueno otra vez por venir, mientras ambos permanecíamos de
pie e inmóviles —yo aún subido sobre la silla—, a la vez que observamos cómo
todo a nuestro alrededor traquetea y se desplaza.
— ¡Santa Bárbara
bendita, que en el cielo…!
No le da tiempo a terminar la
frase, mientras se santigua y por si acaso, a toda prisa, para limpiar todas
las dudas y pecados, me santiguo también yo.
Un nuevo relámpago cegador, nos
dejó a los dos ateridos, al pasar en un ínfimo instante, de la oscuridad ya más
absoluta, a la iluminación deslumbrante de aquella habitación, dejándonos a
ambos embriagados del desconcertante exceso de luz, para poco a poco hacerse un
hueco la degradada oscuridad que llegó a cubrir de nuevo toda nuestra visión. Una
vez que conseguí superar la sorpresa, de forma automática, sin pensar, comencé
la cuenta de los segundos. Uno...
De modo caótico, inmediatamente
vino el estallido del trueno. Enorme, ensordecedor, tan aplastante, que parecía
comprimir y empequeñecerlo todo. Rompió el aire de repente, nos desestabilizó,
dándonos la sensación de perder el equilibrio, a la vez que se producía un
inexplicable vacío, pese a la viscosidad y pegajosidad del ruido, lo que nos
hizo levantar las manos para taparnos los oídos, como si el querer dejar de
escucharlo, fuese a convertirlo en menos estremecedor. De un brinco bajé de mi
silla y fui derecho a agarrarme de la falda de mi madre.
— ¡Jesús, Señor! ¡Ven hijo, ven!
El instinto hace esas cosas y
más aún cuando eres pequeño. Nuestros cuerpos se zarandeaban por las enormes
vibraciones. Se caen algunos objetos, de varios diferentes lugares sobre los
muebles. La lámpara de cinco grandes globos de cristal tallado, queda zarandeada
aún prendida del techo, como si quisiese indicarnos algo, quizá alguna
dirección. Saqué a hurtadillas mi mirada de entre la falda de mi madre, para poder
ver que una copa de la vitrina empuja a las demás y varias se empujan unas a otras,
seguramente queriéndose esconder o escapar de aquel trastornado momento. El
cuadro grande de la pared del salón, nos revela su inestable equilibrio,
inclinándose sumiso sobre la escarpia que lo mantiene sujeto, aunque sin
ninguna duda no tan asentado como debiera.
No pierdo detalle de todo lo
que sucede alrededor, porque ya sabía por aquel entonces, que un trueno no es
algo tan simple como puede parecer. Aunque lo que más me asombra de todo, es esa
claridad, que mi pequeña cabeza tenía, para saberme explicar la sucesión de
acontecimientos. Para ya conocer los segundos que habían de transcurrir entre la llegada del relámpago y del trueno, esos eran los que había que
contar. Con ellos me era sencillo calcular qué lejos o cerca estaba
aquella tormenta de nosotros.
Alfonso Sánchez Ortega.
IRIS. Primer Libro. El momento presente.
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