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jueves, 25 de abril de 2013






A la vez que el gran estruendo del trueno, casi en el mismo instante que el relámpago irrumpió, se convierten las vibraciones del momento en un parecido cercano al derrumbe inminente de la casa y se generan de paso, multitud de ruidos infrecuentes por todo nuestro alrededor, tomando consciencia del pavoroso retumbar que viene desde el exterior, desde el otro lado del cristal por el que miro, haciéndonos recordar que están aquí cerca, junto a nosotros, los muebles, los platos, los vasos, las copas, las lámparas, los cuadros, que danzan en sus lugares y llaman nuestra atención, cambiando de postura, por si se nos había ya olvidado su existencia. Todo se mueve, todo vibra al unísono, como si fuese el anuncio del inminente acontecer de un final trágico sobre nosotros. Cuando este momento sucede, ya no estoy tan seguro de que en casa estemos totalmente protegidos.
Mi madre como de costumbre, con el impacto de su voz, me despertó de la distracción en la que yo estaba sumido, emocionado y ya preparado para iniciar una nueva cuenta de los segundos entre el relámpago y el trueno otra vez por venir, mientras ambos permanecíamos de pie e inmóviles —yo aún subido sobre la silla—, a la vez que observamos cómo todo a nuestro alrededor traquetea y se desplaza.
— ¡Santa Bárbara bendita, que en el cielo…!
No le da tiempo a terminar la frase, mientras se santigua y por si acaso, a toda prisa, para limpiar todas las dudas y pecados, me santiguo también yo.
Un nuevo relámpago cegador, nos dejó a los dos ateridos, al pasar en un ínfimo instante, de la oscuridad ya más absoluta, a la iluminación deslumbrante de aquella habitación, dejándonos a ambos embriagados del desconcertante exceso de luz, para poco a poco hacerse un hueco la degradada oscuridad que llegó a cubrir de nuevo toda nuestra visión. Una vez que conseguí superar la sorpresa, de forma automática, sin pensar, comencé la cuenta de los segundos. Uno...
De modo caótico, inmediatamente vino el estallido del trueno. Enorme, ensordecedor, tan aplastante, que parecía comprimir y empequeñecerlo todo. Rompió el aire de repente, nos desestabilizó, dándonos la sensación de perder el equilibrio, a la vez que se producía un inexplicable vacío, pese a la viscosidad y pegajosidad del ruido, lo que nos hizo levantar las manos para taparnos los oídos, como si el querer dejar de escucharlo, fuese a convertirlo en menos estremecedor. De un brinco bajé de mi silla y fui derecho a agarrarme de la falda de mi madre.
— ¡Jesús, Señor! ¡Ven hijo, ven!
El instinto hace esas cosas y más aún cuando eres pequeño. Nuestros cuerpos se zarandeaban por las enormes vibraciones. Se caen algunos objetos, de varios diferentes lugares sobre los muebles. La lámpara de cinco grandes globos de cristal tallado, queda zarandeada aún prendida del techo, como si quisiese indicarnos algo, quizá alguna dirección. Saqué a hurtadillas mi mirada de entre la falda de mi madre, para poder ver que una copa de la vitrina empuja a las demás y varias se empujan unas a otras, seguramente queriéndose esconder o escapar de aquel trastornado momento. El cuadro grande de la pared del salón, nos revela su inestable equilibrio, inclinándose sumiso sobre la escarpia que lo mantiene sujeto, aunque sin ninguna duda no tan asentado como debiera.
No pierdo detalle de todo lo que sucede alrededor, porque ya sabía por aquel entonces, que un trueno no es algo tan simple como puede parecer. Aunque lo que más me asombra de todo, es esa claridad, que mi pequeña cabeza tenía, para saberme explicar la sucesión de acontecimientos. Para ya conocer los segundos que habían de transcurrir entre la llegada del relámpago y del trueno, esos eran los que había que contar. Con ellos me era sencillo calcular qué lejos o cerca estaba aquella tormenta de nosotros.
Alfonso Sánchez Ortega.
IRIS. Primer Libro. El momento presente.


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