Translate

viernes, 14 de septiembre de 2012

        Pensado y dibujado con PowerPoint 2010, por Alfonso Sánchez Ortega


IRIS
Alfonso Sánchez Ortega


Alrededor de mí sucedían todo tipo de cosas, mientras las clases avanzaban. La gente va a la Universidad para realizar múltiples actividades, no sólo y únicamente para aprender y estudiar. Los que solamente hacen esto, como me sucedió a mí, eres considerado un bicho raro y poco a poco te vas quedando en cierto modo, aislado, incomprendido y sin poder aprender todas las cosas que sabes que debes aprender, dentro de aquel ambiente tan hostil y nada grato.
— Es el momento de divertirse chaval… no vas a dejar que todo esto te amargue la vida…
Lo primero de todo que cualquiera podría ver es que arriba del todo, al final de las aulas, detrás de la última fila, que no se veía nada en absoluto desde la tarima de allá abajo, donde los profesores dirigían e impartían su clase, existía otra vida paralela. Hay gente jugando al mus sentados en el suelo, al dominó, a los dados… leyendo el periódico o revistas más confortables, … incluso a encender un camping gas para calentarse unas cosillas… «… es que trabajo por las mañanas y no me da tiempo a ir a comer a casa… y me he traído hoy un termo con caldo y me voy a hacer ahora unas salchichitas fritas… que metidas en esta chapata… me van a venir de puta madre…».
Según nos contaban “los antiguos”, los que ya estaban haciendo ya quinto curso, la carrera suponía entre 7 y 10 años de estudios. Una situación normal era que entre primero y segundo cursos, superarlos podría llevarte entre cuatro y seis años. En los dos primeros cursos, podría haber matriculados tres o cuatro mil alumnos… Cuando oías esto por primera vez, dudabas de quien lo decía, y más bien lo achacabas a que estaba gastándote una broma. Pero cuando ya lo oías una y otra vez, la cosa iba cambiando de cariz, hasta que no tenías más remedio que terminar por creerlo. ¿Cómo podía ser que estuviese programado tardar de siete a diez años hacer unos estudios que tenían planificados en 5 cursos? ¿Qué se sentiría después de todos aquellos años… no programados cuando ibas allí con toda tu ilusión para hacer “una carrera”?
En mi carrera, en la que mi padre me insistió, el “numerus clausus” era 2 y esto quería decir que solamente dos de cada cien alumnos que se presentaban en los exámenes, podían ser aprobados. Pero claro si había tres o cuatro mil matriculados solo en los dos primeros cursos… pues parecía normal. Por lo que, en los exámenes, a medida que la gente iba terminando su ejercicio escrito, lo entregaba y todos se colocaban en estricto orden de entrega. Al final del examen, se daba la vuelta a la pila de papeles, de tal forma que el primero que lo había entregado era el primero que sería corregido. En cuanto se habían aprobado dos exámenes de cada cien corregidos, el resto se dejaba sin corregir y se guardaban tal cual o se tiraban… que era lo que realmente se hacía, según nos informaban. Esto significaba que encima, si ello era posible, había que correr durante la celebración del examen.
El paso del tiempo me ha permitido recordar que en los exámenes de Dibujo, para no perder el tiempo en borrar la suciedad que podías impregnar con las manos sudorosas del extenso tiempo que duraba la prueba, y en evitación de manchar la lámina y para no tener que incurrir en  tiempo adicional en limpiarla después, nos llevábamos un frasquito con polvos de talco y antes de empezar, nos echábamos el talco en las manos, embadurnándolas bien, para que estuviesen secas del sudor producido por los nervios y las carreras, y así no manchasen la lámina del examen. No obstante, de vez en cuando con trapos que llevábamos, nos limpiábamos las manos y otra echadita de talco… “como previsión”.
Es digno de mención cómo eran los exámenes de Cálculo, en los que se permitían todo tipo de libros para consultar. Al principio íbamos con bolsas grandes llenas de libros, pensando entusiasmados en que nos podríamos ayudar de ellos cuando las dudas nos aflorasen. Todo aquello era un teatro y una tomadura de pelo. Pero la decepción era inmensa la primera vez, porque las demás veces ya sabíamos a lo que íbamos, cuando veíamos que el examen era de tipo test, con preguntas muy escuetas y concretas, y cinco posibles respuestas con una de ellas válida. Y para complicarlo más todavía, las respuestas solamente se diferenciaban en el sentido del texto por lo que el sí o el no que estaba integrado en las respuestas y que las diferenciaba por completo, se ocultaban los matices entre el resto de palabras y los giros de sentido entre todas ellas, por lo era casi imposible acertar a verlos. Ni que decir tiene que los libros no servían para nada. Después de haberlos comprado y de acarrearlos desde casa… para solamente tener que poner una X en una de las respuestas sugeridas… Encima, las carreras por terminar aquellos exámenes de 50 preguntas de test, con cinco posibles respuestas cada una, todas ellas en una primera lectura prácticamente las mismas, en la que la interpretación de la semántica las aportaba el pequeño cariz de diferencia, y hacían endiablado el poco tiempo que teníamos en responder, para encima procurar terminar de los primeros para asegurarnos de que, en caso de haber hecho bien el examen, hubiese opción a ser corregido y así quizá poder entrar dentro de aquel machacón dos por ciento.
El contraste entre la ilusión de hacer una carrera en la Universidad y todo lo idílico que se te hacía llegar a ese momento, frente a lo que allí te encontrabas, era muy fuerte. Y mucha gente abandonaba aquellos estudios a los pocos meses de estar allí.
Había gente que aprobaba… y casi todos suspendíamos, porque en el primer curso estábamos apuntados 1.400 alumnos, la inmensa mayoría ya repetidores y solamente podían aprobar 28 cada año. Pero es que en segundo curso estábamos ya pasando de 2.000. Así que, aquellos domingos eran amargos y acelerados, porque muchas veces los exámenes, no acierto aún a comprender bien por qué, se celebraban muy a menudo los domingos, durante toda la mañana e incluso entrando en la tarde.
Esta era la forma en que se frenaba el aprobado de muchas personas, evitando que un número masivo pasase a los cursos posteriores y al final de la carrera pudiese masificar demasiado el mercado de Ingenieros, por lo que, de ser así, los Ingenieros no serían tan escasos y podrían de esa manera seguir siendo considerados una raza superior y tener unos ingresos también superiores, por la escasa competencia. Era la forma de crear “el prestigio” independientemente de que la enseñanza fuese la adecuada o fuese mejorable.
Había una faceta más, que yo tuve que ir descubriendo en el día a día. Como muchos de mis compañeros, pertenecían a gentes acomodadas, la actividad de asistencia a las clases, cuando no se pasa lista, se sustituían por otras causas como eran, quedar varios para ir a tomar copas, ir a jugar qué menos que al mini golf, echar una partidita de tenis y en todo ello, por si se terciaba, tratar de llevar siempre las antenas en activo, por si ocurría que alguna chica o incluso una ya agraciada mujer, se ponía a tiro y se podría pasar un adicional buen rato con ella. Al menos eso era lo que a mí me contaban. El caso es que al final del curso, algunos de aquellos “afortunados ejemplares” aprobaban y pasaban al curso siguiente. Una incógnita para mí, porque realmente apenas habían aparecido por clase...
Todo aquello ajeno a las clases, me quedaba sinceramente muy grande para mi talla. Ni yo disponía de coche, ni de medios para pagar las copas, ni las partidas de relax, ni por supuesto para los esparcimientos femeninos. Por lo tanto, animado en conocer todas aquellas cosas que de una manera tan natural, aquellos compañeros de mi edad hacían, quizá debería yo haberlas ya llevado allí harto sabidas, pero para qué mentir, si realmente no era así. Yo no sabía ni siquiera coger un palo del mini golf. No soportaba aquél mal gusto del ron con Coca Cola, sobre todo al haber aprendido que cuando ya había tomado uno, apenas podía comprender yo mismo lo que decía, causando entre la risa y la tolerancia en los demás, por aquello de que parecía ser un buen chico. Y de lo de las chicas, pues ni siquiera sabía lo que ellos llamaban “darse el lote”, porque siendo sincero del todo, ni siquiera había besado ni de cerca los labios de una chica. Tenía que poner mucha atención y por supuesto rienda suelta a la imaginación, como para poder adivinar de qué iban todas aquellas cosas. Por lo que ya entonces comencé a aprender qué significaba ser llamado “advenedizo”, apelativo que prácticamente ahora ya sería equiparado a parecer un “friki”.
He de reconocer que todos estos particulares eran para mí también cosas por aprender, pero de manera paralela, fui descubriendo el atrevimiento y la desenvoltura que hay que tener, para conseguir ciertos beneficios. Al menos, por lo que en el principio de un ligue, yo les veía hacer y que después nos contaban lo que fuera de allí, sin testigos, había ocurrido como consecuencia. Una vez llegados a ese punto, comenzó a apoderarse de mí la idea de que yo nunca sería capaz de hacer aquellas agudezas, por lo que poco a poco iba quedando como un “pringao”, ante todos ellos y ante mí mismo, lo que para mi propio entender, venía a significar que yo era algo así como un soso y un poca sangre. Los líderes no eran así. Yo los veía. Pero no podía transformarme así como así en uno de ellos, por lo que preferí irme separando sin remedio de todas aquellas actividades, sin realmente haberlas conocido, más que de oídas. No tenía más refugio que, para no verme descolgado de mis compañeros, dedicarme a los estudios y aficionarme a darles copias diarias de mis apuntes de clase, llevándoselos al bar de la Escuela, siempre a rebosar de gente, a cambio únicamente de seguir siendo alguien con nombre conocido dentro de aquella algarabía y que me admitiesen como alguien dentro de un grupo.
De esa manera, nunca he disfrutado de la fase de esos cachondeos de la Universidad, donde entré bastante tocado y de dónde salí virgen y mártir, como algunos amigos siempre me han recordado en el tiempo. Todo aquello, empaquetado junto, me revestía a mí mismo de una sensación muy elevada en la estima de ser un auténtico pobrecillo. Di muchas vueltas a todo este asunto universitario, durante los meses e incluso años que siguieron. Al menos me quedaban mis capacidades excepcionales, que aunque sin poder hablar de ellas, me aportaban el equilibrio para no terminar dolido, quejumbroso y apocado de por vida.
Entre unas cosas y otras, la decepción iba haciendo presa de mí, y la depresión como segundo escalón. Al poco tiempo me explicaba, por qué aquella forma de andar de los que llevaban ya un tiempo estudiando allí, de ir arrastrando los pies con torpeza, y en alguna forma perdidos por los pasillos, con la mirada hundida hacia el suelo sin ánimo ninguno para esperar sorpresas.
Como aquellos en general, eran tiempos difíciles… en muchos de los aspectos sociales, en cualquier clase, ya fuese su contenido el que fuera, en medio del silencio de la explicación en aquellas aulas escalonadas, se abrían de repente las puertas del aula y de forma irrespetuosa y atropellada, entraban varios policías, “grises” entonces, y a pleno grito uno de ellos nos decía:
¡La clase ha terminado… recojan inmediatamente todas sus pertenencias y vayan saliendo… ya!
Al principio era una verdadera sorpresa, pero en sólo tres meses de asistencia a aquella Universidad… ya era de ocurrencia frecuente, por lo que no hubo más remedio que tomárselo con cierta parsimonia y estoicismo. Aunque la indiferencia se nos congelaba cuando tenías que dirigirte directamente a la entrada de la Escuela, entre dos paredes alineadas de guardias por los pasillos que formaban los accesos a las aulas, para nada más cruzar la puerta de salida, que solamente estaba abierta en su mínima expresión, había un furgón enorme de la policía con el portón trasero abierto y todos los alumnos de la Escuela teníamos que salir de allí a la calle, por una puerta pequeña y no la principal, subiendo directamente al furgón por una escalerita, pasearnos por dentro, repleto de policías que nos miraban uno a uno echándonos prácticamente el aliento encima, porque se rumoreaba, que estaban buscando a un chico de izquierdas, por lo tanto “rojo”, que estudiaba en Políticas y se había infiltrado en nuestra Escuela. ¿Qué tenía que ver aquello conmigo que yo sólo quería estudiar y aprender, para terminar los estudios lo antes posible y empezar a trabajar? Nadie nos había preparado anteriormente para aquello.
En este punto he de comentar que, un día entraron estos señores sin ningún respeto al lugar, como era su costumbre, y en plena clase de Ecuaciones Redox, nuestro catedrático de Química, que nada tenía que ver con reivindicaciones políticas no autorizadas, montó en cólera y respondiendo al vocerío de los uniformados, dijo con voz en grito que él era la máxima autoridad en aquel aula y que de allí no se movía nadie hasta que la clase terminara.
El silencio que se produjo fue tan enorme que hasta el aire se paró y también los cuatro insectos voladores que el invierno aún permitía permanecer por allí con los ojos abiertos. Cuál no sería nuestra mayúscula sorpresa, cuando el que más mandaba de aquél grupo de invasores, parecía ser uno de los de con uniforme militar, el de más rango, con un par de brillantes estrellas doradas en sus bocamangas, evidentemente con pistola en su cintura, y por todo ello, el que más nos faltaba el respeto a todos y al lugar, habló al oído con un jovencito policía, quien sacó las esposas de su cinturón y le dijo al catedrático a voz en grito, debía ser para reseñar y poder ser bien oída por todos la importancia del momento, que “quedaba detenido por oponerse a la acción de la autoridad”, poniéndole las esposas como a un vulgar asesino, pillado “in fraganti” explicando química Redox y lo sacaron a empujones, escoltado por una de las puerta de la entrada al aula.
Sumidos todos en el estupor de la sin razón, la clase se desalojó en silencio como era de imaginar. De cualquier cosa se aprende, siempre que se prestan atención y ganas. Yo de aquello aprendí muy bien, que el que lleva pistola, siempre tiene la razón, aunque no la lleve. Poco más aprendí de aquello.
La sensación que se te quedaba hospedada dentro de la cabeza, al salir por la puerta de delante de aquel furgón, una vez examinado por los cuatro costados por aquel numeroso pelotón de policías, era siempre la misma, y nos permitía al menos, decirnos a nosotros mismos, en la confianza que nos teníamos,… «¡Somos una mierda, sin ningún derecho de nada! ¡Joder con la Universidad!» Y nos íbamos poco a poco a coger el autobús para marcharnos a casa, en silencio total, sin hablar entre nosotros, porque el estado de abatimiento no nos lo permitía, y algunos que no se podían aguantar la tensión vivida, lloraban en silencio, como una salida al uso, quizá del pánico reprimido, pese a que a la burla, no merecía la pena dedicarle ningún comentario, y ningún adicional pensamiento. Pero la frustración y el desconcierto anidaban dentro de cada uno de nosotros. Y las mismas circunstancias sucedían una y otra vez. Y entre unas cosas y otras, la desilusión crecía más y más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor deja tu comentario bajo cada entrada de texto.
Me servirá para los siguientes escritos.
Muy agradecido por tu opinión.