IRIS
Alfonso Sánchez Ortega
Alrededor de mí sucedían todo
tipo de cosas, mientras las clases avanzaban. La gente va a la Universidad para
realizar múltiples actividades, no sólo y únicamente para aprender y estudiar.
Los que solamente hacen esto, como me sucedió a mí, eres considerado un bicho
raro y poco a poco te vas quedando en cierto modo, aislado, incomprendido y sin
poder aprender todas las cosas que sabes que debes aprender, dentro de aquel
ambiente tan hostil y nada grato.
— Es el momento de
divertirse chaval… no vas a dejar que todo esto te amargue la vida…
Lo
primero de todo que cualquiera podría ver es que arriba del todo, al final de
las aulas, detrás de la última fila, que no se veía nada en absoluto desde la
tarima de allá abajo, donde los profesores dirigían e impartían su clase,
existía otra vida paralela. Hay gente jugando al mus sentados en el suelo, al
dominó, a los dados… leyendo el periódico o revistas más confortables, …
incluso a encender un camping gas para calentarse unas cosillas… «… es que trabajo
por las mañanas y no me da tiempo a ir a comer a casa… y me he traído hoy un
termo con caldo y me voy a hacer ahora unas salchichitas fritas… que metidas en
esta chapata… me van a venir de puta madre…».
Según
nos contaban “los antiguos”, los que ya estaban haciendo ya quinto curso, la
carrera suponía entre 7 y 10 años de estudios. Una situación normal era que
entre primero y segundo cursos, superarlos podría llevarte entre cuatro y seis
años. En los dos primeros cursos, podría haber matriculados tres o cuatro mil
alumnos… Cuando oías esto por primera vez, dudabas de quien lo decía, y más
bien lo achacabas a que estaba gastándote una broma. Pero cuando ya lo oías una
y otra vez, la cosa iba cambiando de cariz, hasta que no tenías más remedio que
terminar por creerlo. ¿Cómo podía ser que estuviese programado tardar de siete
a diez años hacer unos estudios que tenían planificados en 5 cursos? ¿Qué se
sentiría después de todos aquellos años… no programados cuando ibas allí con
toda tu ilusión para hacer “una carrera”?
En
mi carrera, en la que mi padre me insistió, el “numerus clausus” era 2 y esto quería decir que solamente dos de cada cien alumnos que se presentaban
en los exámenes, podían ser aprobados. Pero claro si había tres o cuatro
mil matriculados solo en los dos primeros cursos… pues parecía normal. Por lo
que, en los exámenes, a medida que la gente iba terminando su ejercicio
escrito, lo entregaba y todos se colocaban en estricto orden de entrega. Al
final del examen, se daba la vuelta a la pila de papeles, de tal forma que el
primero que lo había entregado era el primero que sería corregido. En cuanto se
habían aprobado dos exámenes de cada cien corregidos, el resto se dejaba sin
corregir y se guardaban tal cual o se tiraban… que era lo que realmente se
hacía, según nos informaban. Esto significaba que encima, si ello era posible, había
que correr durante la celebración del examen.
El
paso del tiempo me ha permitido recordar que en los exámenes de Dibujo, para no
perder el tiempo en borrar la suciedad que podías impregnar con las manos
sudorosas del extenso tiempo que duraba la prueba, y en evitación de manchar la
lámina y para no tener que incurrir en
tiempo adicional en limpiarla después, nos llevábamos un frasquito con
polvos de talco y antes de empezar, nos echábamos el talco en las manos,
embadurnándolas bien, para que estuviesen secas del sudor producido por los
nervios y las carreras, y así no manchasen la lámina del examen. No obstante,
de vez en cuando con trapos que llevábamos, nos limpiábamos las manos y otra
echadita de talco… “como previsión”.
Es
digno de mención cómo eran los exámenes de Cálculo, en los que se permitían
todo tipo de libros para consultar. Al principio íbamos con bolsas grandes
llenas de libros, pensando entusiasmados en que nos podríamos ayudar de ellos
cuando las dudas nos aflorasen. Todo aquello era un teatro y una tomadura de
pelo. Pero la decepción era inmensa la primera vez, porque las demás veces ya
sabíamos a lo que íbamos, cuando veíamos que el examen era de tipo test, con
preguntas muy escuetas y concretas, y cinco posibles respuestas con una de
ellas válida. Y para complicarlo más todavía, las respuestas solamente se diferenciaban
en el sentido del texto por lo que el sí o el no que estaba integrado en las
respuestas y que las diferenciaba por completo, se ocultaban los matices entre
el resto de palabras y los giros de sentido entre todas ellas, por lo era casi
imposible acertar a verlos. Ni que decir tiene que los libros no servían para
nada. Después de haberlos comprado y de acarrearlos desde casa… para solamente
tener que poner una X en una de las
respuestas sugeridas… Encima, las carreras por terminar aquellos exámenes de 50
preguntas de test, con cinco posibles respuestas cada una, todas ellas en una
primera lectura prácticamente las mismas, en la que la interpretación de la
semántica las aportaba el pequeño cariz de diferencia, y hacían endiablado el
poco tiempo que teníamos en responder, para encima procurar terminar de los
primeros para asegurarnos de que, en caso de haber hecho bien el examen, hubiese
opción a ser corregido y así quizá poder entrar dentro de aquel machacón dos
por ciento.
El
contraste entre la ilusión de hacer una carrera en la Universidad y todo lo
idílico que se te hacía llegar a ese momento, frente a lo que allí te
encontrabas, era muy fuerte. Y mucha gente abandonaba aquellos estudios a los
pocos meses de estar allí.
Había
gente que aprobaba… y casi todos suspendíamos, porque en el primer curso
estábamos apuntados 1.400 alumnos, la inmensa mayoría ya repetidores y
solamente podían aprobar 28 cada año. Pero es que en segundo curso estábamos ya
pasando de 2.000. Así que, aquellos domingos eran amargos y acelerados, porque
muchas veces los exámenes, no acierto aún a comprender bien por qué, se
celebraban muy a menudo los domingos, durante toda la mañana e incluso entrando
en la tarde.
Esta
era la forma en que se frenaba el aprobado de muchas personas, evitando que un
número masivo pasase a los cursos posteriores y al final de la carrera pudiese
masificar demasiado el mercado de Ingenieros, por lo que, de ser así, los
Ingenieros no serían tan escasos y podrían de esa manera seguir siendo
considerados una raza superior y tener unos ingresos también superiores, por la
escasa competencia. Era la forma de crear “el prestigio” independientemente de
que la enseñanza fuese la adecuada o fuese mejorable.
Había
una faceta más, que yo tuve que ir descubriendo en el día a día. Como muchos de
mis compañeros, pertenecían a gentes acomodadas, la actividad de asistencia a
las clases, cuando no se pasa lista, se sustituían por otras causas como eran,
quedar varios para ir a tomar copas, ir a jugar qué menos que al mini golf,
echar una partidita de tenis y en todo ello, por si se terciaba, tratar de
llevar siempre las antenas en activo, por si ocurría que alguna chica o incluso
una ya agraciada mujer, se ponía a tiro y se podría pasar un adicional buen
rato con ella. Al menos eso era lo que a mí me contaban. El caso es que al
final del curso, algunos de aquellos “afortunados ejemplares” aprobaban y
pasaban al curso siguiente. Una incógnita para mí, porque realmente apenas
habían aparecido por clase...
Todo
aquello ajeno a las clases, me quedaba sinceramente muy grande para mi talla.
Ni yo disponía de coche, ni de medios para pagar las copas, ni las partidas de
relax, ni por supuesto para los esparcimientos femeninos. Por lo tanto, animado
en conocer todas aquellas cosas que de una manera tan natural, aquellos
compañeros de mi edad hacían, quizá debería yo haberlas ya llevado allí harto
sabidas, pero para qué mentir, si realmente no era así. Yo no sabía ni siquiera
coger un palo del mini golf. No soportaba aquél mal gusto del ron con Coca
Cola, sobre todo al haber aprendido que cuando ya había tomado uno, apenas
podía comprender yo mismo lo que decía, causando entre la risa y la tolerancia
en los demás, por aquello de que parecía ser un buen chico. Y de lo de las
chicas, pues ni siquiera sabía lo que ellos llamaban “darse el lote”, porque
siendo sincero del todo, ni siquiera había besado ni de cerca los labios de una
chica. Tenía que poner mucha atención y por supuesto rienda suelta a la
imaginación, como para poder adivinar de qué iban todas aquellas cosas. Por lo
que ya entonces comencé a aprender qué significaba ser llamado “advenedizo”, apelativo
que prácticamente ahora ya sería equiparado a parecer un “friki”.
He
de reconocer que todos estos particulares eran para mí también cosas por
aprender, pero de manera paralela, fui descubriendo el atrevimiento y la
desenvoltura que hay que tener, para conseguir ciertos beneficios. Al menos,
por lo que en el principio de un ligue, yo les veía hacer y que después nos
contaban lo que fuera de allí, sin testigos, había ocurrido como consecuencia.
Una vez llegados a ese punto, comenzó a apoderarse de mí la idea de que yo
nunca sería capaz de hacer aquellas agudezas, por lo que poco a poco iba
quedando como un “pringao”, ante todos ellos y ante mí mismo, lo que para mi
propio entender, venía a significar que yo era algo así como un soso y un poca sangre.
Los líderes no eran así. Yo los veía. Pero no podía transformarme así como así
en uno de ellos, por lo que preferí irme separando sin remedio de todas
aquellas actividades, sin realmente haberlas conocido, más que de oídas. No
tenía más refugio que, para no verme descolgado de mis compañeros, dedicarme a
los estudios y aficionarme a darles copias diarias de mis apuntes de clase,
llevándoselos al bar de la Escuela, siempre a rebosar de gente, a cambio
únicamente de seguir siendo alguien con nombre conocido dentro de aquella
algarabía y que me admitiesen como alguien dentro de un grupo.
De
esa manera, nunca he disfrutado de la fase de esos cachondeos de la
Universidad, donde entré bastante tocado y de dónde salí virgen y mártir, como
algunos amigos siempre me han recordado en el tiempo. Todo aquello, empaquetado
junto, me revestía a mí mismo de una sensación muy elevada en la estima de ser
un auténtico pobrecillo. Di muchas vueltas a todo este asunto universitario,
durante los meses e incluso años que siguieron. Al menos me quedaban mis
capacidades excepcionales, que aunque sin poder hablar de ellas, me aportaban
el equilibrio para no terminar dolido, quejumbroso y apocado de por vida.
Entre
unas cosas y otras, la decepción iba haciendo presa de mí, y la depresión como
segundo escalón. Al poco tiempo me explicaba, por qué aquella forma de andar de
los que llevaban ya un tiempo estudiando allí, de ir arrastrando los pies con
torpeza, y en alguna forma perdidos por los pasillos, con la mirada hundida
hacia el suelo sin ánimo ninguno para esperar sorpresas.
Como aquellos en general, eran
tiempos difíciles… en muchos de los aspectos sociales, en cualquier clase, ya
fuese su contenido el que fuera, en medio del silencio de la explicación en
aquellas aulas escalonadas, se abrían de repente las puertas del aula y de
forma irrespetuosa y atropellada, entraban varios policías, “grises” entonces,
y a pleno grito uno de ellos nos decía:
—¡La clase ha terminado… recojan
inmediatamente todas sus pertenencias y vayan saliendo… ya!
Al principio era una verdadera sorpresa,
pero en sólo tres meses de asistencia a aquella Universidad… ya era de
ocurrencia frecuente, por lo que no hubo más remedio que tomárselo con cierta
parsimonia y estoicismo. Aunque la indiferencia se nos congelaba cuando tenías
que dirigirte directamente a la entrada de la Escuela, entre dos paredes
alineadas de guardias por los pasillos que formaban los accesos a las aulas,
para nada más cruzar la puerta de salida, que solamente estaba abierta en su
mínima expresión, había un furgón enorme de la policía con el portón trasero
abierto y todos los alumnos de la Escuela teníamos que salir de allí a la calle,
por una puerta pequeña y no la principal, subiendo directamente al furgón por
una escalerita, pasearnos por dentro, repleto de policías que nos miraban uno a
uno echándonos prácticamente el aliento encima, porque se rumoreaba, que
estaban buscando a un chico de izquierdas, por lo tanto “rojo”, que estudiaba
en Políticas y se había infiltrado en nuestra Escuela. ¿Qué tenía que ver
aquello conmigo que yo sólo quería estudiar y aprender, para terminar los
estudios lo antes posible y empezar a trabajar? Nadie nos había preparado anteriormente
para aquello.
En este punto he de comentar
que, un día entraron estos señores sin ningún respeto al lugar, como era su
costumbre, y en plena clase de Ecuaciones Redox, nuestro catedrático de
Química, que nada tenía que ver con reivindicaciones políticas no autorizadas,
montó en cólera y respondiendo al vocerío de los uniformados, dijo con voz en
grito que él era la máxima autoridad en aquel aula y que de allí no se movía
nadie hasta que la clase terminara.
El
silencio que se produjo fue tan enorme que hasta el aire se paró y también los
cuatro insectos voladores que el invierno aún permitía permanecer por allí con los
ojos abiertos. Cuál no sería nuestra mayúscula sorpresa, cuando el que más
mandaba de aquél grupo de invasores, parecía ser uno de los de con uniforme
militar, el de más rango, con un par de brillantes estrellas doradas en sus
bocamangas, evidentemente con pistola en su cintura, y por todo ello, el que
más nos faltaba el respeto a todos y al lugar, habló al oído con un jovencito
policía, quien sacó las esposas de su cinturón y le dijo al catedrático a voz
en grito, debía ser para reseñar y poder ser bien oída por todos la importancia
del momento, que “quedaba detenido por
oponerse a la acción de la autoridad”, poniéndole las esposas como a un
vulgar asesino, pillado “in fraganti” explicando química Redox y lo sacaron a
empujones, escoltado por una de las puerta de la entrada al aula.
Sumidos todos en el estupor de
la sin razón, la clase se desalojó en silencio como era de imaginar. De
cualquier cosa se aprende, siempre que se prestan atención y ganas. Yo de
aquello aprendí muy bien, que el que lleva pistola, siempre tiene la razón,
aunque no la lleve. Poco más aprendí de aquello.
La
sensación que se te quedaba hospedada dentro de la cabeza, al salir por la
puerta de delante de aquel furgón, una vez examinado por los cuatro costados
por aquel numeroso pelotón de policías, era siempre la misma, y nos permitía al
menos, decirnos a nosotros mismos, en la confianza que nos teníamos,… «¡Somos
una mierda, sin ningún derecho de nada! ¡Joder con la Universidad!» Y nos
íbamos poco a poco a coger el autobús para marcharnos a casa, en silencio
total, sin hablar entre nosotros, porque el estado de abatimiento no nos lo
permitía, y algunos que no se podían aguantar la tensión vivida, lloraban en
silencio, como una salida al uso, quizá del pánico reprimido, pese a que a la
burla, no merecía la pena dedicarle ningún comentario, y ningún adicional pensamiento.
Pero la frustración y el desconcierto anidaban dentro de cada uno de nosotros.
Y las mismas circunstancias sucedían una y otra vez. Y entre unas cosas y
otras, la desilusión crecía más y más.
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