IRIS
Alfonso Sánchez Ortega
Aquel
verano caótico que viví en mi casa, fue mi antesala para entrar en la
Universidad. Aún con el olor de mi madre impregnado en mis ropas, justo una
semana después, comencé a estudiar mis estudios universitarios. No podía haber
sido peor comienzo.
Ni
que decir tiene que mis oídos todavía estaban aturdidos y ocupados de los temores,
incertidumbres y malos ratos de mis últimos 9 años. La mitad exacta de mi vida.
Por lo tanto mi entrada en la Universidad, no podía haber sido en momentos tan
inoportunos, pero el nuevo curso daba comienzo y yo no lo podía remediar. Había
tanta gente allí, y todos tan bulliciosos y heterogéneos, que lo primero que se
me ocurrió que debería hacer era tratar de localizar gente afín a mí. Pero yo
era consciente que aquella tarea sería muy difícil de llevar a cabo, por la
cantidad de alumnos en las clases, que podían contarse por cientos. No podía
pretender encontrar gente similar a mí de la noche a la mañana. Necesitaría
mucho tiempo para ello.
Siempre
estaré agradecido a mis traslados a Iris, que al menos en los últimos años, han
puesto una paleta de colores a mi existencia.
Las aulas eran totalmente
diferentes a lo conocido por mí. Muy grandes, enormes, anchas y escalonadas, de
manera que no tenías a nadie delante que te impidiese ver las pizarras de allá
abajo, ni por supuesto con lo que poderte proteger para no ser visto por los
profesores. Ahora la protección para no ser visto, era precisamente la cantidad
de gente sentada, que por varios cientos, te convertía en una insignificancia. Aulas
frías y abrumadoras, hasta el punto de hacerte sentir inevitablemente engullido
en su interior, como suspendido en una atmósfera extraña y lejana a más no
poder de ser un lugar un poco entrañable. Siempre más de trescientas personas
en clase. No hay asignación de lugares, con lo cual si llegas tarde, tienes que
irte a sentar muy arriba en las filas escalonadas, “al cielo”, como allí lo
llamaban, cuanto más arriba, más lejos del halo de realidad alrededor del
profesor. Allí arriba, desde donde hay que hacer un gran esfuerzo auditivo para
esclarecer y apartar el extraño eco reverberante que se genera a esas alturas y
otro esfuerzo visual para lograr identificar lo que se escribe en las pizarras,
que eran dos juntas, verdes y muy anchas, y que para el caso de hacer falta,
tenían un repuesto encima que podía bajarse y subir la pizarra anterior, una
vez rellena con las explicaciones, quedando a la vista tanto la de ahora como
la de antes. Con lo cual eran cuatro pizarras que terminaban llenas enseguida,
con desarrollos formularios que apenas se podían distinguir unos de otros. Me
sentía abrumado.
Las explicaciones eran
exactamente lo mismo que venía escrito en alguno de los libros correspondientes
y recomendados, una vez que te habías hecho con ellos. No hay libros de texto
oficiales. Si acaso algunos sugeridos. Esta parte viene en tal libro, esta otra
en aquel otro y ésta, por supuesto en aquél. Hay que comprar varios libros para
una misma asignatura. Diferente de como siempre, es como si de repente hubieses
entrado en otro mundo, donde las reglas no existen y para poder encontrarlas, tienes
que hablar y hablar con la gente, sobre todo los repetidores, que abundan mucho
más que los nuevos, reacios de por sí a trasmitir de forma rápida lo que a
ellos les ha costado tanto tiempo aprender, para poco a poco ir acercándote a
conocer las normas que nunca eran las oficiales, porque éstas, insisto,
realmente no existen.
Yo
casi siempre estaba aturdido, deambulando de una sala a otra. Las clases
duraban dos horas continuas y la velocidad de explicación era rápida, monótona
y tediosa, sin permiso para interrumpir, pese a que algunos lo intentaban, pero
eran ofensivamente ignorados. Yo escuchaba las explicaciones y apenas podía
entender nada. Aquello era otro lenguaje. Muchas cosas, que se daban ya por
sabidas a mí ni siquiera me sonaban de haberlas oído con anterioridad. Fue mi
primera gran bofetada, pensar que aquel curso sería una continuación del
anterior.
— Como no te sepas de memoria
estas 500 integrales inmediatas vas de culo para el Cálculo.
— Lo más importante de las
clases de Cálculo, Álgebra y Física es que tienes que ir a ellas, para conocer
de primera mano, lo que no va a entrar en los exámenes. Al terminar el curso,
en los finales, ponen cosas que no se han explicado en clase. Esto es la
Universidad. Nada que ver con el Colegio.
A
mí aquello no solamente me parecía un desconcierto, sino un timo, porque
precisamente en los cursos anteriores, cuando se llegaba a las integrales,
siempre se relegaba su profundo aprendizaje a cuando se estuviese en la
Universidad, “porque allí se explicaba todo de manera exhaustiva y con mayor
profundidad”…, y que ahora, una vez aquí, te dijeran que había que saber de
memoria el resultado de 500 integrales… Porque aquí ya no se explicaba cómo
resolverlas… se daba todo ello por sabido. Esto me producía gran desazón porque
el salto de allí a aquí, que ya se hace grande de por sí y para encima
encontrarte como que entre los unos y los otros, te han dejado suspendido en el
vacío. El resultado era reírse de todo y con todo, como una norma general entre
los alumnos, todos estos aspectos se contemplaban así, aunque debía ser para
resignarse.
— ¡Bah! No te preocupes… esto
se arregla en una academia.
Siempre se encontraba una
solución para todo, aunque no se justificara. Al principio yo no comprendía
nada, pero no tardé en ser puesto al día. Tu entras en la Universidad… o en una
“Escuela” como este lugar donde me encontraba se llamaba… y para cubrir el
salto —que era abismal— de la etapa anterior con la realidad que aquí te
encuentras, entonces existen academias privadas donde vas, pagando un abuso de
dinero por supuesto, y te tratan de solucionar esos baches producidos por los
planes de estudio oficiales, que al principio te daban la sensación y poco
después era una conclusión rotunda, de que las gentes que definían los planes
de estudios de la etapa antes de la Universidad, no solo no dialogaban entre
sí, sino que ni se trataban con las gentes que definían los estudios
universitarios. La Universidad estaba por tanto mal pensada y peor aún
estructurada. Eso era algo patente de lo que te dabas cuenta en seguida.
Pero
de lo que se trataba al final es que tú eras el que tenía que apechugar con
aquello y estudiar lo nuevo y lo que no traías aprendido desde atrás. Para
salvar el escalón, por supuesto por tu cuenta.
Esto
es un golpe muy difícil de asumir y sobre todo cuando, una vez apuntado a una
academia —donde el pago de la misma insisto que era abusivo—, te encuentras de
súbito con que las clases en la “Escuela” eran por las tardes —en la mía al
menos, no había turnos de mañana— y las clases de la Academia eran durante toda
la mañana, por lo que tenías tiempo escaso, para levantarte por las mañanas sin
apenas aún ver el Sol, ir corriendo a la academia, venir a casa corriendo a
comer, apenas media hora para ello, irte corriendo a la Escuela, y terminar las
clases sobre las diez de la noche. Después tenías que ir corriendo de nuevo a
casa, en autobús y después en metro, para cenar siempre acelerado y ponerte rápido
a estudiar y a hacer los ejercicios que ponían en los dos centros. Y antes de
amanecer, de nuevo levantarte para acudir a las clases en la Academia, que
comenzaban ya a las ocho y aquello era todos los días. Eran los comienzos en
mí, de una persona ya para siempre mal dormida. No me quedaba más tiempo para
otras distracciones. Mala época la de estudiante en una Universidad.
Para
desmitificar la Universidad y ponerla en su lugar, lo mejor que se puede hacer
es asistir allí a hacer una carrera de las largas y estar allí varios años,
viviendo la realidad. Lo que a veces puede parecer un sueño mal dormido y
otras, una verdadera pesadilla. En cualquier caso, yo no he vivido ninguna
magia dentro de la Universidad, todo lo contrario, he vivido un campo sembrado
de ocasiones para la frustración y el sentirte continuamente perdido, lo que
quizá abonaba la esperanza para que la supervivencia y la suerte, hiciesen sus
juegos malabares que de vez en cuando te podían afectar positivamente en algún
aspecto bueno para sentirte un poco integrado incluso satisfecho.
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