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lunes, 10 de septiembre de 2012


IRIS
Alfonso Sánchez Ortega

Aquel 24 de agosto, no sé si fue un día aciago o liberador, pero sí más o menos esperado. Nunca se me olvidó, que era sábado. Muy a primera hora vino a mi casa de visita mi tía Benita. Desde mi punto de vista y mirando hacia atrás, creo que su visita no fue del todo casual. Bueno… es una manera de contemplar las cosas. Yo no he visto nunca una mujer más fuerte y más enérgica que ella, y eso que casi estaba más bien delgada y ya era bastante mayor. Yo, como era verano, naturalmente estaba en casa de manera continua por vacaciones en el colegio. Sobre las 10 de la mañana, mi madre comenzó a hacer cosas raras con la respiración, a respirar muy fuerte y amplio, como si no le llegase suficiente aire a los pulmones y tuviese que arañar el aire del ambiente, teniéndolo que buscar con mucho esfuerzo. En uno de aquellos angustiosos y afanados intentos, mi tía Benita se acercó a ella y le tapó la boca y la nariz, hasta que mi madre se tranquilizó. Se quedó quieta y murió. Rápidamente, mi tía Benita enrolló a mi madre cabeza y todo su cuerpo en su propia sábana, la cogió en brazos —lo que poco esfuerzo le debió costar—, la dejó en el suelo en la misma habitación y quitó todas las ropas de la cama, con una rapidez que yo nunca comprendí. Entre mi tía Vicenta y ella, hicieron de nuevo la cama con ropa limpia, y pusieron sobre aquellas sábanas perfectamente planchadas otra vez a mi madre, que como una muñeca de trapo, se dejaba hacer sin ningún movimiento propio.
En una breve ráfaga en que mi mente fue lúcida en aquella turbación, me dejé llevar por el camino del abatimiento y me dio por pensar sobre si realmente merecía la pena acumular tanto sufrimiento, una vez sumidos en la burbuja de lo inevitable.
Aún tuvimos el desesperado valor para cumplir la obligación de llamar al médico por urgencias. Le tocó venir a un pobre jovenzuelo que me hizo salir de casa como una bala a comprar en la farmacia de cerca, un frasco de adrenalina inyectable. Le clavó a mi madre en el pecho que aún existía, por ser el izquierdo, directo al corazón, una aguja así de larga, como mi mano extendida, que estoy seguro de que me dolió a mí mucho más que a ella aquel tremendo pinchazo, que por la fuerza del impacto, parecía más para asesinarla del todo que para tratar de resucitarla. Después le dio incansable con todas las fuerzas de sus manos, unos fuertes apretones en el pecho para quizá hacerle respirar de nuevo. Mi madre, o lo que ahí quedaba de ella, ni se movió. “Pleuresía metastásica”, aquel final, escrito y firmado en el Parte de Defunción por aquel médico joven, rubio, pelo rizado, gafas, serio, asustado, compungido y acelerado, y que a mí siempre me pareció que aquel hombre, escribió aquella causa como una casi broma, en lugar de llamar a las cosas por su nombre.
Recordé las palabras de Dathme. Acertó plenamente, dijo entre el 20 y el 30, así que, atinó en el entorno exacto. Unos días más tarde Zim me dijo que sabían exactamente el día y casi la hora, tenían previsto 10:15 de la mañana del día 24 de Agosto, pero no me dijeron nada por evitar ese condicionamiento tan traumático, para la vida de todos nosotros en casa.
Le conté el acontecimiento a Helyl con el Delta, pero fui muy rápido y apurado de conversación. Se montó mucho jaleo en casa en aquellos momentos, en los que las carreras parecían deberse casi a un fuego más que a una muerte, y Helyl me dijo que tenía que ir por allí dentro de unos días para poder darme un abrazo. Pero que de momento, sobre todo, no tomase ninguna decisión sobre ningún aspecto pendiente y que solamente dejase pasar los días tal y como buenamente sucediesen y permitiera en todo momento sin ninguna resistencia, buscándola si era preciso, que la tranquilidad me inundara.
Todavía no habían transcurrido dos horas de la visita del médico, y aquel cuerpo inerte por fuera, comenzó a extender por toda la casa un fuerte y profundo olor insoportable, irritante, hediondo y pestilente. Los medicamentos acumulados en su interior, mezclados con las reacciones de líquidos, ácidos y jugos, ya sin ningún control, que se le tuvo que producir a mi madre por dentro, no cabía ninguna duda que eran la causa de aquel segundo desastre en ese mismo día. Mi padre tuvo que llamar urgente a la funeraria, para que viniesen rápido para meter el cuerpo al menos dentro de una bolsa. Mientras, mi padre sacó un frasco guardado con mucho cuidado, de aceite de espliego puro —aceite de lavanda— y lo roció con aspersión por toda la casa. Con el olor tan penetrante y fantástico que aquel aceite tenía ya de por sí, apenas podía disimular el otro olor más agobiante y desde luego preferente, pero al menos, solamente provocaba que la gente que venía comentase “huele raro” y no lo que nosotros esperábamos y temíamos como que aquel olor podría hacer vomitar a los vivos, por no utilizar una alusión todavía más realista.
Ni siquiera la bolsa de plástico podía evitar aquellos malos olores que sobresalían en su pelea con los olores buenos entre sí, para tratar de prevalecer en el aire de respirar. Y hubo que meterla en una segunda funda, que por si sucediera cualquier fallo en el cierre de algún cadáver, los de la funeraria llevaban de por si acaso. Y encima pleno verano, y con el mucho y lógico calor de Agosto, mi madre tuvo que pasar sola su última noche en casa, embalada en dos bolsas de plástico con cremalleras para estos menesteres, metida además en una caja de madera clara, totalmente cerrada y sin fisuras, con un adhesivo que aquellos hombres extendieron por todo el encuentro entre la tapa y la caja, por petición de mi padre y con la puerta de la habitación también cerrada Y con el acuerdo entre todos de no abrirla sucediera lo que sucediese. Eso sí, la ventana la tenía abierta de par en par, para que el aire del exterior pudiese entrar en aquella habitación y se llevara aquellos fétidos olores desde su mismo origen. Pese a todas las precauciones, aquel olor, persistía. A través de los cristales traslúcidos de brillantes granitos que la puerta de aquel dormitorio tenía, podían observarse perfectamente los oscilantes resplandores de los cirios que formaban centinela marcando un rectángulo alrededor de la caja, y se veían desde fuera, a través de aquella puerta, como si dentro de aquella habitación, varias figuras macabras, estuvieran haciendo interminables danzas dantescas alrededor de mi madre. Pero como mis tías decían que “pobrecilla dejarla a oscuras”, los cirios permanecieron prendidos, y cada vez que yo pasaba por allí, desviaba la mirada sobre la pared frente a la puerta, al otro lado del comedor, porque la verdad sea dicha, ver aquellos destellos tras aquellos cristales, me sobrecogía el estómago y sentía terror.
El día siguiente fue el entierro, a primera hora de la mañana, antes de lo legalmente admitido como normal, pero era perentorio enterrar de una vez aquel olor imposible de soportar, que aunque pareciera increíble, cada vez iba a más y a pasos agigantados. En el cementerio, mi madre dentro de su caja, fue depositada en el fondo del hoyo de aquel terreno para cinco cuerpos que mi padre había comprado el día anterior, y la escena dolorosa de todos los presentes llorando, aún me tocó de sorpresa pasar uno de mis peores ratos que yo recuerde. Había que ponerse en fila toda mi familia, mirando a toda la gente que allí había y que uno por uno, pasaban delante de ti, para darte ocho besos cada uno, echarte las lágrimas encima de la cara y la ropa, apretarte, estrujarte, compadecerte, diciéndote cosas a cual más tristes, que ya ni siquiera en aquel momento las escuchaba. Y a muchos de ellos que no les conoces de nada. Me sentí tan en ridículo y con tanta hipocresía a mi alrededor, que nunca he podido participar después de una fila cruel como aquella.
Después del entierro volvimos todos a mi casa, la paz que allí se respiraba era tan manifiesta que se podía hasta tocar con los dedos. Aunque el mal olor no se había marchado aún, estábamos todos atontados. Porque aquello de «vamos a ver a mamá para ver qué tal está…» ya se había terminado. Y no sabíamos bien qué teníamos ahora que hacer.
Se decidió dejar abiertas todas las ventanas y marcharnos de esa casa por unos días, hasta que por lo menos el nuevo aire que penetrara por todas las ventanas y puertas de la casa abiertas al sol, cambiase en algo aquel olor impregnado por todas partes. Mi padre y yo, nos fuimos unos días a vivir donde mis tíos.
Cuando muchos años más tarde yo heredé de mi padre aquella casa, lo primero que pedí fue que tiraran todas las paredes y arrancaran todos los suelos, para borrar y renovar todo aquello lo más posible y terminar de una vez por todas, con aquel olor que yo siempre podía tocar en aquel aire con mis dedos.

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