IRIS
Alfonso Sánchez Ortega
¡Qué hijo de puta! ¡Qué paliza
que me ha dado! No sabía por dónde empezar a curarme. Podría ocultar los brazos
y el resto del cuerpo, con el jersey y un pantalón largo, pero las manos, la
cara y el ojo, no los podría ocultar. Tenía que echarme algún desinfectante y
después ponerme vendas. Quizá unas gafas de sol… en invierno… sería aquello
chocante, pero no me quedaba más remedio. No podía hacerlo yo solo, no sabía ni
por dónde empezar. Necesitaba ayuda. Tampoco sabía yo muy bien si era mejor
darme “mercromina”, o echarme polvos de azol o de talco, o crema desinfectante,
o lavarlos bien con agua fría ¿o mejor caliente? ¿O mejor yodo? Tenía que
llamar a mi madre y contarle una historia. Volví a ponerme los pantalones.
Abrocharme los botones me dolía mucho por doblar los dedos. Hay que joderse. Ya
podría ser mayor, aunque en estas circunstancias supongo que al ser más grande,
las heridas serían más grandes también. ¡Qué hijo de puta Don Manuel!
— ¿Mamá puedes
venir, por favor?
— Dime ¿qué
quieres? ¿Te pasa algo?
— Mamá me he caído
en la calle y cuando abra la puerta no quiero que te asustes, porque entonces
no me podrás ayudar a curarme. No me grites ni me des gritos por favor, porque
entonces no te dejo que entres.
— ¡Ay Dios mío!
¿Pero qué te ha pasado? ¿Te has pegado con alguien?
— Mamá ya soy
mayor, me he caído en la calle, me he caído por un terraplén en unas obras que
hay por la colonia. Me subí a un montículo jugando con Eugenio y me caí rodando
hacia abajo. Pero no quiero que me montes ningún número porque ya tengo
bastante con lo que me duele —se me ocurrió esa disculpa, aunque la ropa no la
tenía manchada de tanto polvo del ropero, como para aparentar haberme caído
rodando por un terraplén. No se fijaría mi madre en esos detalles, iría
directamente a las heridas. Lo único que podía esconderle era el culo, los
dolores generales y la rabia que sentía.
— ¡Ay Dios mío!
¡Qué habrás hecho! ¡Anda abre! ¡Déjame que te vea!
— Mamá no tengo a
nadie a quien contarle esto, necesito curarme y no sé hacerlo solo. Necesito
que me cures por favor… pero no me regañes, porque ya me he llevado yo
suficiente susto y tengo bastantes dolores, como para que me grites.
— ¡Ay
Dios mío! ¿Pero qué te ha pasado?
Con las manos en la cabeza y
chillando como era de esperar, mi madre estaba espantada. Se me caían las
lágrimas y mi madre que veía la pena con que yo estaba llorando, además de lo
que me debía doler… se apiadaba de mí y me decía cosas para animarme. Me dio
cuatro besos y parecía que me comprendía porque ya no me regañaba. Se afanaba
en lavarme cariñosamente con agua y jabón, secándome con mucho cuidado, pese a
mis protestas de que me estaba haciendo mucho daño.
Manos con
vendas, rodillas y codos también, cara con crema y ojo bien lavado y con
colirio por dentro. Y esperar que todo se quite pronto. El resto como no tengo
heridas, se quitarán poco a poco los moratones que seguro me saldrán. Supongo
que eso será todo. Pero me duelen las rodillas y el culo lo que más… me cuesta
mucho sentarme y el rato de levantarme es un reto ahora para mí. Me duelen
mucho los brazos plegarlos sobre el cuerpo y los codos y los dedos al doblarlos también.
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