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sábado, 29 de septiembre de 2012




IRIS
Alfonso Sánchez Ortega


Con aquella animada cháchara, llegamos al albergue de los 5.000 metros. Era todo un descubrimiento encontrarte de repente con una especie de enorme escalón en la montaña, de manera que había una gran explanada a la izquierda, con el albergue apoyado sobre la falda de la montaña y  delante de él, estaba un lugar que había sido despejado de vegetación, para habilitar grandes espacios que permitiesen a los carros poder quedar allí depositados, mientras se soltaban a los bueyes de pelo largo y se les llevaba a las cuadras para que durante los días de la subida andando estuviesen guarecidos y alimentados.
A la derecha, según habíamos llegado a la gran explanada, la montaña en vez del albergue estaba llena de unas formas caprichosas como si fuesen enormes escalones horizontales donde el agua caía suavemente de un escalón al siguiente de más abajo, desde el borde de cada escalón al siguiente. Entre un escalón y otro, la altura podría ser de poco más de un metro, por lo que el agua resbalaba por la pared interna del escalón para ir avanzando y escurriendo hacia abajo. Cuando el agua llegaba al siguiente escalón, una maraña de vegetaciones pequeñas, ponía de color verde todos los escalones, que no eran rectos, sino con volutas caprichosas haciendo entradas y salidas de la montaña, a modo de continuas letras m tumbadas, quizá para que el lugar fuese aún más majestuoso y espléndido.
A lo largo de aquellos escalones, no se veía cuál era su final, por lo que la distancia desde nosotros debía ser impresionante. El agua, en su discurrir tranquilo, recibía la luz mágica de las horas últimas de la Estrella Enana, que teñía todos los escalones de color cobrizo, tendiendo a cambiar al rojo, a medida que aquel sol rojo, iba cayendo para ocultarse bajo las montañas del otro lado del valle. Una vez dejado en su zona perfectamente numerada el carro y los bueyes en la cuadra, Bhathal fue a las oficinas para que le diesen los documentos de depósito, que había que entregar a la bajada, para recoger carro y bueyes de nuevo.
La verdad es que desde aquel lugar, se veía todo el valle de Delhiverans. Muy pequeño todo, desde tan lejos eso sí, hasta los dos lagos grandes que allí abajo había, pero todo el valle por completo, metido en aquella especie de cesta ovalada que formaban los montes de alrededor, y los dos planetas pequeños Gliese, allí arriba, brillantes por la luz de la Estrella Enana… Aquello era impresionante de bonito, y aunque lejano, daba una perfecta idea de que aquel valle era inmenso de grande por su extensión. Aún era de día, pero pronto la Estrella Enana, se ocultaría tras las montañas de enfrente a donde nosotros estábamos, y caería la noche, y las estrellas brillantes del cielo, se verían más brillantes todavía. Llevaba razón Bhathal cuando decía que había que quedarse a dormir en el albergue. No me pierdo yo ni de coña, la vista de por la noche.
También llevaba razón cuando decía que aquel viaje era una tradición muy arraigada en Gliese, porque estaba lleno de gentes que no sólo venían desde Delhiverans, sino de otros muchos lugares y diferentes ciudades. El albergue era muy extenso. Estaba construido pegado a la falda de aquellas montañas, como haciendo varias plataformas o escalones, como los del agua al otro lado, con pequeños bungalows todos juntos por los laterales, uno tras otro y llenos de vegetación que colgaba de unos sobre otros en aquella formación en grandes escalones.
La vista del albergue era ya de por sí un espectáculo porque si la Estrella Enana ya da una luz sepia durante todo el día, el color que ahora desprendían aquellas casitas del albergue con aquellos grandes manojos de hierbas y plantas colgando sobre los escalones inferiores tenía todos los tonos y matices de los tintes alrededor del cobre y del rojo, anaranjados, como en la otra zona, a la derecha, la de los escalones del agua, que se veía vestido todo de tonalidades cubierta de tramas ocres y azafranadas, con matices de colores de las ramas pelirrojas de árboles imaginarios, con aquellas largas plantas colgantes que parecían melenas enmarañadas de cabellos y de algas mezcladas, para lograr aquellas combinaciones de colores granates y escarlatas. Era aquella visión digna de volver a verla todos los días sin descanso. Qué pena que efectivamente cada día se diese el mismo espectáculo y no poder verlo salvo una vez a la subida y otra a la bajada, del ascenso al Rahilon.
Cualquier expresión que nos saliese de dentro, en aquella luminaria de colores anaranjados y enrojecidos, tanto de la vista del albergue como la de los escalones del agua, se quedaría corta para poder describir con justicia, aquella visión tan maravillosa. Aquello, no sé por qué, quizá por la inmensidad, me hizo dar gritos al principio tímidos y al poco rato, afanarme en ello con todas mis fuerzas, para volver a repetirlos una y otra vez… buscando el eco quizá. Solamente las vibraciones que las palabras en mi idioma hacían en mi mente, ya me parecían extrañas, quizá por las distancias, que no rebotaban con ecos, o quizá por lo lejanas que me resultaban desde que mis oídos ya no las escuchaban. Tuve que gritarlas una y otra vez, para darme cuenta de que realmente me sonaban extrañas, con un sonido ya para mí casi olvidado, pero también queridas, y las emociones me afloraban, animándome a repetirlas otra vez… y otra más...
Aprovechando que ahora estaba solo y que si alguien me escuchaba, como nadie me conocía, y nadie después me podría señalar con ningún dedo, decía con voz en grito nombres de mis gentes y diferentes palabras que se me ocurrían en mi propia lengua, con importante significado en mi memoria, hacia aquél valle tan enorme y al que seguramente no le importaban mis aullidos y mis lamentos, dichos desde aquella gran cornisa de las explanadas, con aquellas palabras que a mí mismo me sonaban en los oídos como dichas en un lenguaje lejano, y hasta casi ya sin ningún sentido, por el tiempo transcurrido sin pronunciarlas, pero se me encogía el estómago con su sonido y los ojos se me nublaron y sí, por qué no lo voy a reconocer… haciendo el esfuerzo de llamar a mi padre y a mi madre, a gritos, desde aquellas explanadas, e ir trayendo quizá desde mi archivo natural de aquí arriba, todas aquellas imágenes acumuladas y cuidadosamente archivadas, de forma que me vinieran a mi mente reciente, para poder ver las caras de todos aquellos seres que llevaba tanto tiempo sin poder mirar.
Me venían también a mis ojos los olores asociados a aquellas visiones mentales. Hierbabuena, canela… y el espliego de mi casa…, la colonia de mi madre, que ella se echaba hasta el último suspiro, porque decía que siempre había que causar buena impresión, sea donde fuera que se estuviese. Yo creo que daba aquellos gritos de dolor, de un dolor guardado y resentido, tristemente acumulado de tanto tiempo, porque nunca había podido gritar de una forma libre, sin pensar en aquél momento en si alguien pudiera oírme y pudiese verme echar por mi boca aquellos gemidos de rabia contenida durante casi toda mi vida…
Disfruté como un niño pequeño, cuando sin razón aparente, se pone a dar gritos a las montañas, buscando vete a saber qué... pero en aquellos momentos yo sí sabía lo que buscaba, quería echar fuera todos aquellos gemidos y alaridos de dolor, respetado, asumido y obedecido, y liberarme la mente de tantas imágenes de sufrimientos, que nunca había tenido la oportunidad de sacar fuera de mí… y gemía… gemía fuerte… llorando de rabia por verme tan pequeño, y durante tantos años, mordiéndome la lengua para que ni el más pequeño sollozo, saliera de mi garganta…


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