IRIS
Alfonso Sánchez Ortega
Con
aquella animada cháchara, llegamos al albergue de los 5.000 metros. Era todo un
descubrimiento encontrarte de repente con una especie de enorme escalón en la
montaña, de manera que había una gran explanada a la izquierda, con el albergue
apoyado sobre la falda de la montaña y
delante de él, estaba un lugar que había sido despejado de vegetación,
para habilitar grandes espacios que permitiesen a los carros poder quedar allí
depositados, mientras se soltaban a los bueyes de pelo largo y se les llevaba a
las cuadras para que durante los días de la subida andando estuviesen
guarecidos y alimentados.
A
la derecha, según habíamos llegado a la gran explanada, la montaña en vez del
albergue estaba llena de unas formas caprichosas como si fuesen enormes
escalones horizontales donde el agua caía suavemente de un escalón al siguiente
de más abajo, desde el borde de cada escalón al siguiente. Entre un escalón y
otro, la altura podría ser de poco más de un metro, por lo que el agua
resbalaba por la pared interna del escalón para ir avanzando y escurriendo
hacia abajo. Cuando el agua llegaba al siguiente escalón, una maraña de
vegetaciones pequeñas, ponía de color verde todos los escalones, que no eran
rectos, sino con volutas caprichosas haciendo entradas y salidas de la montaña,
a modo de continuas letras m tumbadas, quizá para que el lugar fuese aún más
majestuoso y espléndido.
A lo largo de aquellos escalones,
no se veía cuál era su final, por lo que la distancia desde nosotros debía ser
impresionante. El agua, en su discurrir tranquilo, recibía la luz mágica de las
horas últimas de la Estrella Enana, que teñía todos los escalones de color
cobrizo, tendiendo a cambiar al rojo, a medida que aquel sol rojo, iba cayendo
para ocultarse bajo las montañas del otro lado del valle. Una vez dejado en su
zona perfectamente numerada el carro y los bueyes en la cuadra, Bhathal fue a
las oficinas para que le diesen los documentos de depósito, que había que
entregar a la bajada, para recoger carro y bueyes de nuevo.
La
verdad es que desde aquel lugar, se veía todo el valle de Delhiverans. Muy
pequeño todo, desde tan lejos eso sí, hasta los dos lagos grandes que allí
abajo había, pero todo el valle por completo, metido en aquella especie de
cesta ovalada que formaban los montes de alrededor, y los dos planetas pequeños
Gliese, allí arriba, brillantes por la luz de la Estrella Enana… Aquello era
impresionante de bonito, y aunque lejano, daba una perfecta idea de que aquel
valle era inmenso de grande por su extensión. Aún era de día, pero pronto la
Estrella Enana, se ocultaría tras las montañas de enfrente a donde nosotros
estábamos, y caería la noche, y las estrellas brillantes del cielo, se verían
más brillantes todavía. Llevaba razón Bhathal cuando decía que había que
quedarse a dormir en el albergue. No me pierdo yo ni de coña, la vista de por
la noche.
También
llevaba razón cuando decía que aquel viaje era una tradición muy arraigada en
Gliese, porque estaba lleno de gentes que no sólo venían desde Delhiverans,
sino de otros muchos lugares y diferentes ciudades. El albergue era muy
extenso. Estaba construido pegado a la falda de aquellas montañas, como
haciendo varias plataformas o escalones, como los del agua al otro lado, con
pequeños bungalows todos juntos por los laterales, uno tras otro y llenos de
vegetación que colgaba de unos sobre otros en aquella formación en grandes
escalones.
La
vista del albergue era ya de por sí un espectáculo porque si la Estrella Enana
ya da una luz sepia durante todo el día, el color que ahora desprendían
aquellas casitas del albergue con aquellos grandes manojos de hierbas y plantas
colgando sobre los escalones inferiores tenía todos los tonos y matices de los
tintes alrededor del cobre y del rojo, anaranjados, como en la otra zona, a la
derecha, la de los escalones del agua, que se veía vestido todo de tonalidades
cubierta de tramas ocres y azafranadas, con matices de colores de las ramas pelirrojas
de árboles imaginarios, con aquellas largas plantas colgantes que parecían
melenas enmarañadas de cabellos y de algas mezcladas, para lograr aquellas
combinaciones de colores granates y escarlatas. Era aquella visión digna de
volver a verla todos los días sin descanso. Qué pena que efectivamente cada día
se diese el mismo espectáculo y no poder verlo salvo una vez a la subida y otra
a la bajada, del ascenso al Rahilon.
Cualquier
expresión que nos saliese de dentro, en aquella luminaria de colores anaranjados
y enrojecidos, tanto de la vista del albergue como la de los escalones del
agua, se quedaría corta para poder describir con justicia, aquella visión tan
maravillosa. Aquello, no sé por qué, quizá por la inmensidad, me hizo dar
gritos al principio tímidos y al poco rato, afanarme en ello con todas mis
fuerzas, para volver a repetirlos una y otra vez… buscando el eco quizá.
Solamente las vibraciones que las palabras en mi idioma hacían en mi mente, ya
me parecían extrañas, quizá por las distancias, que no rebotaban con ecos, o
quizá por lo lejanas que me resultaban desde que mis oídos ya no las
escuchaban. Tuve que gritarlas una y otra vez, para darme cuenta de que
realmente me sonaban extrañas, con un sonido ya para mí casi olvidado, pero
también queridas, y las emociones me afloraban, animándome a repetirlas otra
vez… y otra más...
Aprovechando
que ahora estaba solo y que si alguien me escuchaba, como nadie me conocía, y
nadie después me podría señalar con ningún dedo, decía con voz en grito nombres
de mis gentes y diferentes palabras que se me ocurrían en mi propia lengua, con
importante significado en mi memoria, hacia aquél valle tan enorme y al que
seguramente no le importaban mis aullidos y mis lamentos, dichos desde aquella
gran cornisa de las explanadas, con aquellas palabras que a mí mismo me sonaban
en los oídos como dichas en un lenguaje lejano, y hasta casi ya sin ningún
sentido, por el tiempo transcurrido sin pronunciarlas, pero se me encogía el
estómago con su sonido y los ojos se me nublaron y sí, por qué no lo voy a
reconocer… haciendo el esfuerzo de llamar a mi padre y a mi madre, a gritos,
desde aquellas explanadas, e ir trayendo quizá desde mi archivo natural de aquí
arriba, todas aquellas imágenes acumuladas y cuidadosamente archivadas, de
forma que me vinieran a mi mente reciente, para poder ver las caras de todos
aquellos seres que llevaba tanto tiempo sin poder mirar.
Me venían también a mis ojos
los olores asociados a aquellas visiones mentales. Hierbabuena, canela… y el
espliego de mi casa…, la colonia de mi madre, que ella se echaba hasta el
último suspiro, porque decía que siempre había que causar buena impresión, sea
donde fuera que se estuviese. Yo creo que daba aquellos gritos de dolor, de un
dolor guardado y resentido, tristemente acumulado de tanto tiempo, porque nunca
había podido gritar de una forma libre, sin pensar en aquél momento en si
alguien pudiera oírme y pudiese verme echar por mi boca aquellos gemidos de
rabia contenida durante casi toda mi vida…
Disfruté
como un niño pequeño, cuando sin razón aparente, se pone a dar gritos a las
montañas, buscando vete a saber qué... pero en aquellos momentos yo sí sabía lo
que buscaba, quería echar fuera todos aquellos gemidos y alaridos de dolor,
respetado, asumido y obedecido, y liberarme la mente de tantas imágenes de
sufrimientos, que nunca había tenido la oportunidad de sacar fuera de mí… y
gemía… gemía fuerte… llorando de rabia por verme tan pequeño, y durante tantos
años, mordiéndome la lengua para que ni el más pequeño sollozo, saliera de mi
garganta…
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Por favor deja tu comentario bajo cada entrada de texto.
Me servirá para los siguientes escritos.
Muy agradecido por tu opinión.