Translate

miércoles, 18 de julio de 2012



IRIS
Alfonso Sánchez Ortega

Cuando porque eran vacaciones, por las vacaciones. O porque algún día era especialmente señalado por una fiesta de la enseñanza y tampoco había colegio. O por alguna otra razón al azar de día de fiesta en el colegio, que las había cada dos por tres. O porque mis anginas me hacían quedar en casa con grandes dolores de garganta al tragar y grandes sufrimientos en la cama con mi fiebre, mientras mi culo esperaba totalmente traumatizado, el pinchazo del practicante de turno en ese día. El caso es que de vez en cuando, por alguna razón cualquiera, me permitía que un día en que ya me sentía físicamente mejor y estaba superando aquellos grandes sufrimientos de las inyecciones, o bien el día precisamente de la fiesta o las vacaciones, mi madre que no me dejaba nunca solo en casa, me llevaba con ella al mercado a hacer las compras.

No sé si porque las ropas antes se rompían más o porque se descosían más a menudo, o simplemente porque se remendaban sin demasiada necesidad o con quizá demasiado esmero —lo que apenas se hace ya en los tiempos actuales—, la visita a la “mercería” para comprar hilos, agujas, canillas, hilos, coderas, rodilleras, corchetes, madejas de lana, cremalleras o pañuelos de tela para limpiarse los mocos —sin olvidar el mundo de las medias de mi madre y el continuo “coger los puntos”—, el caso es que ir a la mercería era para mí una oportunidad importante y muy divertida, por la variedad de estímulos que allí siempre me encontraba y que yo de otras veces ya me sabía que los encontraría.
Había un mostrador de frente, un tanto angosto, ante el cual las mujeres se agolpaban y bajo el que había un hueco por donde los dependientes de la tienda pasaban adentro y afuera, de un lado al otro de la tienda, y que era precisamente mi cueva favorita. El caso es que mientras mi madre aguardaba su turno, me metía yo allí haciéndome paso a gatas por el suelo, entre las piernas de las mujeres que se agolpaban ante el mostrador, y me colaba en ese hueco para poder primero descubrir y después disfrutar con intensa satisfacción, con toda una gran cantidad de cajas vacías de cartón, de todos los tamaños, bastante pequeñitas algunas y todas ellas con el cartón impecablemente nuevo.
Yo sabía que todas aquellas cajas eran para tirar, por lo que metía unas dentro de otras para poder llevarme las más posibles, tantas, como las que mis pequeños brazos fuesen capaces de abarcar. Sentado allí abajo en el suelo de mi hueco, con los brazos apretando contra mí más cajas de las que realmente podía sujetar, iniciaba mi salida de allí abajo y mi mirada se alzaba hacia arriba y afuera, de dónde provenía la luz del mercado que iluminaba mi rato, a través de las piernas de las mujeres, a las que me encantaba mirar desde allí abajo donde me encontraba, tumbado tranquilamente en el suelo, abrazando mis cajas de ese día, para poder ver las bragas de todos los colores, de las que sus piernas colgaban. Siempre me han atraído mucho los colores y quizá que desde ocasiones así, los colores y sus diferentes combinaciones, siempre han sido para mí un culto de veneración.
Se me hacía aquello tan mágico, como el momento de soplar las velas de una tarta, al final de una fiesta de cumpleaños, y tan intenso, que aún hoy lo recuerdo con nitidez, como si ahora mismo mis ojos estuviesen viendo aquellas imágenes con tantos diferentes matices. Flores, lunares, rayas variadas de diferentes gruesos y también multitud de colores lisos. De por aquel entonces aprendí que hay telas estampadas.
Ajenas al regalo de colores que de cada una de ellas, yo les había sustraído a escondidas y guardaba las imágenes en mi mente, contemplando sus piernas y sus bragas, todas ellas se reían, y despreocupadas me hacían caricias desde arriba, cuando era hora de marcharse y mi madre tiraba de mí arrastrándome por el suelo y yo me asomaba y salía despeinado y con galbana de aquel agujero, con todo mi regazo lleno de cajas vacías, y la mente llena de imágenes, bajo la sonrisa de aprobación de la tendera de la mercería.
— Son todas para tirar, puedes coger todas las que quieras, precioso…
Aquello era para mí como música celestial, aunque yo nunca entendía cómo se podían tirar todas aquellas maravillosas cajas. Mientras mi madre hablaba con alguien, yo miraba a todas aquellas mujeres, tratando de identificar a cada mujer y sus faldas, con el color de sus bragas, y con mis ojos espabilados, bien abiertos a más no poder, regresábamos mi madre y yo a casa, seguramente durante el camino se podría verme muy sonriente, por la satisfacción de haber podido llevarme un botín tan espectacular de cajas y acaso más todavía por el entretenimiento visual de colores que me había recreado las pupilas, que con gran celo y agrado guardaba dentro de mí.
Y alrededor de mi cabeza todo me parecía que eran burbujas de colores, que explotaban de forma incesante, haciendo “plim…plim” y que no sé de dónde ni cómo, volvían a generarse de forma continua en mi interior.
Qué de colores y qué bonitas me parecían todas. Ahora me estoy refiriendo a las bragas, ocultas allí arriba, con sus colores en sombra, que sujetaban derechas las piernas. Aquellas visiones, siempre me recordaban la misma sensación que los fuegos artificiales, cuando mis padres me llevaban a verlos en los veranos por las noches, con aquellas ruedas dando vueltas y echando chispas de todos los colores y en todas direcciones, y que yo asociaba en mi silencio, con las imágenes de los colores de la mercería del mercado.


Apenas sin darme cuenta, así llegué a los casi 5 años, aún sin cumplir.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Por favor deja tu comentario bajo cada entrada de texto.
Me servirá para los siguientes escritos.
Muy agradecido por tu opinión.