IRIS
Alfonso Sánchez Ortega
Cuando porque eran vacaciones, por las
vacaciones. O porque algún día era especialmente señalado por una fiesta de la
enseñanza y tampoco había colegio. O por alguna otra razón al azar de día de
fiesta en el colegio, que las había cada dos por tres. O porque mis anginas me
hacían quedar en casa con grandes dolores de garganta al tragar y grandes
sufrimientos en la cama con mi fiebre, mientras mi culo esperaba totalmente
traumatizado, el pinchazo del practicante de turno en ese día. El caso es que
de vez en cuando, por alguna razón cualquiera, me permitía que un día en que ya
me sentía físicamente mejor y estaba superando aquellos grandes sufrimientos de
las inyecciones, o bien el día precisamente de la fiesta o las vacaciones, mi
madre que no me dejaba nunca solo en casa, me llevaba con ella al mercado a
hacer las compras.
No sé si porque las ropas antes se rompían más o
porque se descosían más a menudo, o simplemente porque se remendaban sin
demasiada necesidad o con quizá demasiado esmero —lo que apenas se hace ya en
los tiempos actuales—, la visita a la “mercería” para comprar hilos, agujas,
canillas, hilos, coderas, rodilleras, corchetes, madejas de lana, cremalleras o
pañuelos de tela para limpiarse los mocos —sin olvidar el mundo de las medias de
mi madre y el continuo “coger los puntos”—, el caso es que ir a la mercería era
para mí una oportunidad importante y muy divertida, por la variedad de
estímulos que allí siempre me encontraba y que yo de otras veces ya me sabía
que los encontraría.
Había un mostrador de frente, un tanto angosto,
ante el cual las mujeres se agolpaban y bajo el que había un hueco por donde
los dependientes de la tienda pasaban adentro y afuera, de un lado al otro de
la tienda, y que era precisamente mi cueva favorita. El caso es que mientras mi
madre aguardaba su turno, me metía yo allí haciéndome paso a gatas por el
suelo, entre las piernas de las mujeres que se agolpaban ante el mostrador, y
me colaba en ese hueco para poder primero descubrir y después disfrutar con
intensa satisfacción, con toda una gran cantidad de cajas vacías de cartón, de
todos los tamaños, bastante pequeñitas algunas y todas ellas con el cartón
impecablemente nuevo.
Yo
sabía que todas aquellas cajas eran para tirar, por lo que metía unas dentro de
otras para poder llevarme las más posibles, tantas, como las que mis pequeños
brazos fuesen capaces de abarcar. Sentado allí abajo en el suelo de mi hueco,
con los brazos apretando contra mí más cajas de las que realmente podía
sujetar, iniciaba mi salida de allí abajo y mi mirada se alzaba hacia arriba y
afuera, de dónde provenía la luz del mercado que iluminaba mi rato, a través de
las piernas de las mujeres, a las que me encantaba mirar desde allí abajo donde
me encontraba, tumbado tranquilamente en el suelo, abrazando mis cajas de ese
día, para poder ver las bragas de todos los colores, de las que sus piernas
colgaban. Siempre me han atraído mucho los colores y quizá que desde ocasiones
así, los colores y sus diferentes combinaciones, siempre han sido para mí un
culto de veneración.
Se me hacía aquello tan mágico, como el momento
de soplar las velas de una tarta, al final de una fiesta de cumpleaños, y tan
intenso, que aún hoy lo recuerdo con nitidez, como si ahora mismo mis ojos
estuviesen viendo aquellas imágenes con tantos diferentes matices. Flores,
lunares, rayas variadas de diferentes gruesos y también multitud de colores
lisos. De por aquel entonces aprendí que hay telas estampadas.
Ajenas al regalo de colores que de cada una de
ellas, yo les había sustraído a escondidas y guardaba las imágenes en mi mente,
contemplando sus piernas y sus bragas, todas ellas se reían, y despreocupadas
me hacían caricias desde arriba, cuando era hora de marcharse y mi madre tiraba
de mí arrastrándome por el suelo y yo me asomaba y salía despeinado y con galbana
de aquel agujero, con todo mi regazo lleno de cajas vacías, y la mente llena de
imágenes, bajo la sonrisa de aprobación de la tendera de la mercería.
— Son todas para tirar, puedes coger todas las que quieras, precioso…
Aquello era para mí como música celestial, aunque
yo nunca entendía cómo se podían tirar todas aquellas maravillosas cajas. Mientras
mi madre hablaba con alguien, yo miraba a todas aquellas mujeres, tratando de
identificar a cada mujer y sus faldas, con el color de sus bragas, y con mis
ojos espabilados, bien abiertos a más no poder, regresábamos mi madre y yo a
casa, seguramente durante el camino se podría verme muy sonriente, por la
satisfacción de haber podido llevarme un botín tan espectacular de cajas y
acaso más todavía por el entretenimiento visual de colores que me había
recreado las pupilas, que con gran celo y agrado guardaba dentro de mí.
Y alrededor de mi cabeza todo me parecía que eran
burbujas de colores, que explotaban de forma incesante, haciendo “plim…plim” y que
no sé de dónde ni cómo, volvían a generarse de forma continua en mi interior.
Qué
de colores y qué bonitas me parecían todas. Ahora me estoy refiriendo a las
bragas, ocultas allí arriba, con sus colores en sombra, que sujetaban derechas
las piernas. Aquellas visiones, siempre me recordaban la misma sensación que
los fuegos artificiales, cuando mis padres me llevaban a verlos en los veranos
por las noches, con aquellas ruedas dando vueltas y echando chispas de todos
los colores y en todas direcciones, y que yo asociaba en mi silencio, con las
imágenes de los colores de la mercería del mercado.
Apenas sin darme cuenta, así llegué a los casi 5 años, aún sin cumplir.
Apenas sin darme cuenta, así llegué a los casi 5 años, aún sin cumplir.
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