Un lugar muy peculiar
Alfonso Sánchez Ortega
En un momento dado, Santiago
sumido en un sueño vacío, trató durante un instante de lucidez, de luchar por
hacerse consciente. A duras penas haciendo un insoportable y desesperante esfuerzo,
consiguió abrir los ojos lentamente para verse recostado en una cama, dentro de
una sala preparada para situaciones críticas de un hospital, algo que le
parecía evidente y en alguna forma ya familiar, seguramente por aquella
situación anterior. No hacía falta que nadie le explicase nada. Conocía aquel
estado, por la experiencia sufrida y que prefería casi haber olvidado. Ahora
debía recordar todo aquello de nuevo.
Lleno de parches con
cables por todas partes que partiendo de la cabeza y el tórax, le enchufaban a
aquellos aparatos. Trastos llenos de luces y monitores reflejando gráficos con
movimientos de frecuencias numéricas, que de forma monótona e implacable
lanzaban sus ahogados bips, leyendo e interpretando sus constantes de vida. De
seguro que se habría asustado si no supiese que el control de las pulsaciones, la
tensión arterial y demás, eran estrictamente vitales para él, después de lo que
parecía haberse producido un nuevo acontecer de crisis cardíaca. Con gran
esfuerzo, incorporó la cabeza para poder echarse un vistazo sobre el pecho. Santiago
sonrió al alcanzar a verse aquella zona y que no había vendas que delatasen haberle
tenido que abrir en canal, y en general, porque se veía de regreso de aquel
nuevo viaje por los exteriores de esta vida, por lo que, animosamente, no
tendría que volver a ir por la empresa para ver algunas mismas caras, al menos
durante una temporada. Ahora tendría que tratar de alargar la convalecencia lo
más posible, para despejar un poco la mente y respirar aire fresco mientras no
tenía que volver a meterse en la niebla de aquel trabajo. Sabía de forma
sobrada, que estaba ya desde hacía muchos años, anclada entre sus despachos en
aquella empresa, sin permitir ver con claridad, el deterioro que el paso del
tiempo, les marcaba sin freno a todos ellos, sumiéndoles sin satisfacción
personal, en los aconteceres lánguidos y monótonos de defenderse del cotilleo creado
en aquel ambiente. Era como el especial silencio, del bullicio amortiguado por
la nieve. Sobre todo, acentuado y crispante, desde que sucedieron los últimos
acontecimientos.
Santiago
comenzó a hacer memoria, de cómo durante la última reunión de trabajo en la
empresa, tras la bronca que le había derramado Fulgencio encima, Santiago creía
que, como siempre, no tenía ninguna razón para echarle nada en cara, y como era
de lamentable costumbre, se enfrentaban los dos, porque no había ninguna
posibilidad de que Fulgencio escuchase más allá de lo que le apetecía o quizá, dentro
de su arrogante y déspota existir, no fuese capaz ni siquiera de oír y ver dos
dedos más allá de los cristales de sus gafas.
Según
estaba Santiago callado, cohibido y abstraído, contando hasta veinte en su
interior, porque ya los diez, hacía bastante tiempo que se le quedaban muy
cortos, apretando los dientes y haciendo un gran esfuerzo por sujetarse y no
saltarle a comerle los ojos o a la yugular de Fulgencio, sintió un creciente
dolor en la espalda, desgraciadamente ya conocido, que le comenzó a obligar a
doblarse hacia el costado izquierdo, y un impulsivo calambre que le atravesó el
cuerpo y que derivó en un violento dolor en su brazo derecho, que se lo
recorría de arriba abajo, como si algo vivo, estuviese reconociendo de manera
torpe, todo aquel brazo por dentro, todo ello seguido inmediatamente de una muy
fuerte presión en el pecho y una imposibilidad material y creciente para poder
respirar con tranquilidad, lo que poco a poco le iba creando una terrible
sensación de ahogo y de pérdida de claridad en el pensamiento.
La vista comenzó a
perder la luminosidad de poder ver con nitidez y sin apenas darle tiempo para
levantarse del todo de aquel sillón, Santiago se vio caer al suelo desplomándose,
como un pesado fardo sin vida. No lo pudo evitar. La niebla se hizo tan espesa
ante sus ojos, que solamente merecía la pena dejarse llevar por aquel halo que
todo lo desenfocaba, para cerrar la mirada y dejarse mecer por una extraña
placidez condicionada por la imposibilidad de apenas respirar para poder sobrevivir.
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