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martes, 17 de julio de 2012



Un lugar muy peculiar
Alfonso Sánchez Ortega


En un momento dado, Santiago sumido en un sueño vacío, trató durante un instante de lucidez, de luchar por hacerse consciente. A duras penas haciendo un insoportable y desesperante esfuerzo, consiguió abrir los ojos lentamente para verse recostado en una cama, dentro de una sala preparada para situaciones críticas de un hospital, algo que le parecía evidente y en alguna forma ya familiar, seguramente por aquella situación anterior. No hacía falta que nadie le explicase nada. Conocía aquel estado, por la experiencia sufrida y que prefería casi haber olvidado. Ahora debía recordar todo aquello de nuevo.
Lleno de parches con cables por todas partes que partiendo de la cabeza y el tórax, le enchufaban a aquellos aparatos. Trastos llenos de luces y monitores reflejando gráficos con movimientos de frecuencias numéricas, que de forma monótona e implacable lanzaban sus ahogados bips, leyendo e interpretando sus constantes de vida. De seguro que se habría asustado si no supiese que el control de las pulsaciones, la tensión arterial y demás, eran estrictamente vitales para él, después de lo que parecía haberse producido un nuevo acontecer de crisis cardíaca. Con gran esfuerzo, incorporó la cabeza para poder echarse un vistazo sobre el pecho. Santiago sonrió al alcanzar a verse aquella zona y que no había vendas que delatasen haberle tenido que abrir en canal, y en general, porque se veía de regreso de aquel nuevo viaje por los exteriores de esta vida, por lo que, animosamente, no tendría que volver a ir por la empresa para ver algunas mismas caras, al menos durante una temporada. Ahora tendría que tratar de alargar la convalecencia lo más posible, para despejar un poco la mente y respirar aire fresco mientras no tenía que volver a meterse en la niebla de aquel trabajo. Sabía de forma sobrada, que estaba ya desde hacía muchos años, anclada entre sus despachos en aquella empresa, sin permitir ver con claridad, el deterioro que el paso del tiempo, les marcaba sin freno a todos ellos, sumiéndoles sin satisfacción personal, en los aconteceres lánguidos y monótonos de defenderse del cotilleo creado en aquel ambiente. Era como el especial silencio, del bullicio amortiguado por la nieve. Sobre todo, acentuado y crispante, desde que sucedieron los últimos acontecimientos.
Santiago comenzó a hacer memoria, de cómo durante la última reunión de trabajo en la empresa, tras la bronca que le había derramado Fulgencio encima, Santiago creía que, como siempre, no tenía ninguna razón para echarle nada en cara, y como era de lamentable costumbre, se enfrentaban los dos, porque no había ninguna posibilidad de que Fulgencio escuchase más allá de lo que le apetecía o quizá, dentro de su arrogante y déspota existir, no fuese capaz ni siquiera de oír y ver dos dedos más allá de los cristales de sus gafas.
Según estaba Santiago callado, cohibido y abstraído, contando hasta veinte en su interior, porque ya los diez, hacía bastante tiempo que se le quedaban muy cortos, apretando los dientes y haciendo un gran esfuerzo por sujetarse y no saltarle a comerle los ojos o a la yugular de Fulgencio, sintió un creciente dolor en la espalda, desgraciadamente ya conocido, que le comenzó a obligar a doblarse hacia el costado izquierdo, y un impulsivo calambre que le atravesó el cuerpo y que derivó en un violento dolor en su brazo derecho, que se lo recorría de arriba abajo, como si algo vivo, estuviese reconociendo de manera torpe, todo aquel brazo por dentro, todo ello seguido inmediatamente de una muy fuerte presión en el pecho y una imposibilidad material y creciente para poder respirar con tranquilidad, lo que poco a poco le iba creando una terrible sensación de ahogo y de pérdida de claridad en el pensamiento.
La vista comenzó a perder la luminosidad de poder ver con nitidez y sin apenas darle tiempo para levantarse del todo de aquel sillón, Santiago se vio caer al suelo desplomándose, como un pesado fardo sin vida. No lo pudo evitar. La niebla se hizo tan espesa ante sus ojos, que solamente merecía la pena dejarse llevar por aquel halo que todo lo desenfocaba, para cerrar la mirada y dejarse mecer por una extraña placidez condicionada por la imposibilidad de apenas respirar para poder sobrevivir.

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