Un lugar muy peculiar
Alfonso Sánchez Ortega
Santiago
comenzó a hacer memoria, de cómo durante la última reunión de trabajo en la
empresa, tras la bronca que le había derramado Fulgencio encima, Santiago creía
que, como siempre, no tenía ninguna razón para echarle nada en cara, y como era
de lamentable costumbre, se enfrentaban los dos, porque no había ninguna
posibilidad de que Fulgencio escuchase más allá de lo que le apetecía o quizá, dentro
de su arrogante y déspota existir, no fuese capaz ni siquiera de oír y ver dos
dedos más allá de los cristales de sus gafas.
Según
estaba Santiago reprimido y absorto, contando hasta veinte en su interior, porque
ya los diez, hacía bastante tiempo que se le quedaban muy cortos, apretando los
dientes y haciendo un gran esfuerzo por sujetarse y no saltarle a los ojos o a
la yugular de Fulgencio, sintió un creciente dolor en la espalda, que le comenzó
a obligar a doblarse hacia el costado izquierdo, y un impulsivo y que derivó en
un violento dolor en su brazo derecho, que se lo recorría de arriba abajo, como
si algo vivo, estuviese reconociendo todo el brazo por dentro, todo ello seguido
inmediatamente de una muy fuerte presión en el pecho y una imposibilidad material
para poder respirar.
La vista comenzó a
perder la claridad de poder ver con nitidez y sin apenas darle tiempo para
levantarse del todo de aquel sillón, Santiago se vio caer al suelo desplomándose,
como un pesado fardo sin vida. No lo pudo evitar. La niebla se hizo tan espesa
ante sus ojos, que solamente merecía la pena dejarse llevar para cerrar la
mirada y dejarse mecer por una extraña placidez.
Una
vez llegado al destino de su caída, en el suelo de aquella sala del Consejo, las
imágenes ante sus ojos se desvanecieron, como si el ya familiar velo de seda nevada
y tupida, atrapado entre todas aquellas paredes, cayese sobre los perfiles y
matices de todo lo que había ante sus ojos, hasta que el halo blanco y
neblinoso le hizo perder la consciencia.
Era
el mismo velo que tantas veces había visto caer por todos los rincones de
aquella empresa, atrapando personas, situaciones, salarios e imprudencias, congelando
de paso los nuevos planes y las nuevas ilusiones, convirtiendo todos los días
en iguales, durante los ya un puñado años de ser empleado y estar atrapado allí
adentro. Con un trabajo odiosamente idéntico cada día, cada mes y cada año. Sin
ninguna novedad que hiciera renovar las ilusiones de tener que esforzarse y
encontrar nuevas soluciones para nuevos problemas.
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