IRIS
Alfonso Sánchez Ortega
El
hambre tiene sus efectos, que ya me los he aprendido. Una sensación de vacío en
las entrañas, junto con ruidos continuos de retortijones muy molestos, que a
veces me hacen pararme para poderme arrugar por la cintura, hasta que pasan de
largo y yo puedo estirarme y continuar. Una tensión extraña y como nervios
agarrados en el fondo de la boca, y en la garganta. Mareo casi continuo, como
si fuese una borrachera y vahídos en la cabeza, con un cierto desequilibrio,
que me obliga a sentarme de cuando en cuando, para reponerme un poco y poder
ver por dónde voy. Un raro temblor de manos. Los ojos duelen en sus cuencas y
los he de mover despacio. Y se irritan con demasiada luz, por lo que debo
llevarlos un poco cerrados.
Para
comer, puedo seguir como hasta ahora, suponiendo que el cuerpo y la mente me
aguanten, pero sin ningún tipo de control, ni del estado de las cosas que como,
ni por supuesto de los temas nutricionales. Encuentro poco de comer, así que, como
para encima dejarlo pasar sin coger, porque lo que necesito realmente hoy son
lentejas estofadas, en lugar de peras aplastadas.
Quizá
es que he llegado a mi final, por más vueltas que pretenda dar a las cosas. Si
la suerte no me aparece con su cara buena… pues nada tengo que hacer. Porque la
cara mala me la muestra cada día, la siento y la veo en cualquier momento, sólo
con observar lo que me cuesta la vida. Estoy convencido que, de una forma u
otra, somos presa fácil del azar.
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