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miércoles, 18 de julio de 2012



Un lugar muy peculiar
Alfonso Sánchez Ortega


Una vez llegado al destino de su caída, en el suelo de aquella sala del Consejo, las imágenes ante sus ojos se desvanecieron, como si el habitual y ya familiar velo de nevada y tupida seda, se hiciese una vez más, claramente visible ante sus ojos, atrapando todo lo habido entre las aquellas paredes de todo el edificio, cayendo lentamente sobre los perfiles y matices de todo lo que había ante sus ojos, hasta que el halo blanco y neblinoso le fue apagando aquella visión haciéndole perder la consciencia de sí mismo.
Era el mismo velo que tantas veces había visto caer por todos los rincones de aquella empresa, atrapando personas, situaciones, miserias, dejaciones, salarios e imprudencias, congelando de paso los nuevos planes y las nuevas ilusiones, convirtiendo todos los días en iguales, durante los ya un puñado de años de ser empleado y estar atrapado allí adentro. Con un trabajo odiosamente idéntico cada día, cada mes y cada año. Sin ninguna novedad que hiciera renovar las ilusiones de tener que esforzarse y encontrar nuevas soluciones para los nuevos problemas, que realmente siempre eran los mismos.
Cada día, lo que sucedía era exactamente lo mismo. Las contrariedades las mismas, los remedios más que soluciones, también. Odiosamente unas y otras cosas, torpes y lentas, siempre lo mismo y el negocio de aquel colectivo, único y también siempre el mismo. Teniendo que soportar sin tregua, aquella habilidad seguramente programada de permanecer siempre atentos a las miradas de los cómplices de Agapito, que por no tener nada mejor que hacer o sencillamente no saber hacer otra cosa, apagaban cualquier retazo de creatividad, de ingenio, de brillantez, de buenas ideas, de ganas de hacer algo nuevo, de destacar quizá por un esmerado buen hacer, ahogando los destellos incipientes, con sus meteduras de narices en los caldos que no eran de su cuidado, para volver a sumir toda aquella actividad bajo el aplastante rodillo de dejadez y parsimonia, que apagaban cualesquiera incipientes nuevas ilusiones. Parecía como si todo aquel puñado de gente, los incondicionales, todos al unísono, fueran diciéndose entre ellos «… hay que frenar y aplastar cualquier actitud que se salga de lo habitual, no vaya a ser que quedemos en evidencia y se cuestione nuestra estupidez». 

Acostumbrado Santiago durante toda una vida al entorno multinacional, donde el trabajo de cada día parecía diferente y se fomentaban los valores generados por las nuevas ideas y se impulsaba sin resquicio la creatividad, era difícil adaptarse a contemplar aquella casera empresa, hecha con manifiesta improvisación según lo requería el momento, solamente por estar cerca de Ramón y así solamente dejar de vernos sólo de vez en cuando y no como antes largas temporadas, mientras que por otro lado, le permitía a Santiago echarle una mano de amigo, haber renunciado a todo aquello, donde podías preguntar cualquier duda y siempre encontrabas a alguien a mano, que animadamente y sin pedir nada a cambio, te la resolvía. Aquí no. Lo descubrí a los cuatro días. Las dudas te las resuelves tú, como tu propia mente te dé a entender, porque eso de preguntar por alrededor, no era una tarea nada fácil. Y encima Agapito y sus mariachis, ante los cuales tenías que dar cuenta de que cómo era posible tener una duda… te daban siempre su particular visión de las cosas “hazlo así mismo hombre… ¡qué más da!” Y ese era su mágico remedio para todo.

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