Un lugar muy peculiar
Alfonso Sánchez Ortega
Una
vez llegado al destino de su caída, en el suelo de aquella sala del Consejo, las
imágenes ante sus ojos se desvanecieron, como si el habitual y ya familiar velo
de nevada y tupida seda, se hiciese una vez más, claramente visible ante sus
ojos, atrapando todo lo habido entre las aquellas paredes de todo el edificio,
cayendo lentamente sobre los perfiles y matices de todo lo que había ante sus
ojos, hasta que el halo blanco y neblinoso le fue apagando aquella visión
haciéndole perder la consciencia de sí mismo.
Era
el mismo velo que tantas veces había visto caer por todos los rincones de
aquella empresa, atrapando personas, situaciones, miserias, dejaciones, salarios
e imprudencias, congelando de paso los nuevos planes y las nuevas ilusiones,
convirtiendo todos los días en iguales, durante los ya un puñado de años de ser
empleado y estar atrapado allí adentro. Con un trabajo odiosamente idéntico
cada día, cada mes y cada año. Sin ninguna novedad que hiciera renovar las
ilusiones de tener que esforzarse y encontrar nuevas soluciones para los nuevos
problemas, que realmente siempre eran los mismos.
Cada
día, lo que sucedía era exactamente lo mismo. Las contrariedades las mismas,
los remedios —más
que soluciones—,
también. Odiosamente unas y otras cosas, torpes y lentas, siempre lo mismo y el
negocio de aquel colectivo, único y también siempre el mismo. Teniendo que
soportar sin tregua, aquella habilidad seguramente programada de permanecer
siempre atentos a las miradas de los cómplices de Agapito, que por no tener
nada mejor que hacer o sencillamente no saber hacer otra cosa, apagaban
cualquier retazo de creatividad, de ingenio, de brillantez, de buenas ideas, de
ganas de hacer algo nuevo, de destacar quizá por un esmerado buen hacer, ahogando
los destellos incipientes, con sus meteduras de narices en los caldos que no
eran de su cuidado, para volver a sumir toda aquella actividad bajo el
aplastante rodillo de dejadez y parsimonia, que apagaban cualesquiera
incipientes nuevas ilusiones. Parecía como si todo aquel puñado de gente, los
incondicionales, todos al unísono, fueran diciéndose entre ellos «… hay que
frenar y aplastar cualquier actitud que se salga de lo habitual, no vaya a ser
que quedemos en evidencia y se cuestione nuestra estupidez».
Acostumbrado
Santiago durante toda una vida al entorno multinacional, donde el trabajo de
cada día parecía diferente y se fomentaban los valores generados por las nuevas
ideas y se impulsaba sin resquicio la creatividad, era difícil adaptarse a
contemplar aquella casera empresa, hecha con manifiesta improvisación según lo
requería el momento, solamente por estar cerca de Ramón y así solamente dejar
de vernos sólo de vez en cuando y no como antes largas temporadas, mientras que
por otro lado, le permitía a Santiago echarle una mano de amigo, haber
renunciado a todo aquello, donde podías preguntar cualquier duda y siempre
encontrabas a alguien a mano, que animadamente y sin pedir nada a cambio, te la
resolvía. Aquí no. Lo descubrí a los cuatro días. Las dudas te las resuelves
tú, como tu propia mente te dé a entender, porque eso de preguntar por
alrededor, no era una tarea nada fácil. Y encima Agapito y sus mariachis, ante
los cuales tenías que dar cuenta de que cómo era posible tener una duda… te
daban siempre su particular visión de las cosas “hazlo así mismo hombre… ¡qué
más da!” Y ese era su mágico remedio para todo.
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