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miércoles, 4 de julio de 2012


IRIS
Alfonso Sánchez Ortega

Me fui a casa como pude, aunque tropezando por la acera, porque las piernas no respondían a mi voluntad y los pies los tenía dormidos, me di cuenta de que era mejor no correr, porque me caía hacia adelante corriendo, tropezaba fácilmente porque las piernas no se movían bien e iban a su aire y se entorpecían la una contra la otra, porque yo no podía tener ningún control sobre ellas. El mayor problema estaba en las heridas de las rodillas, porque se me pegaban al andar en el dobladillo del pantalón corto y en el rozar con la tela, el escozor me hacía ser torpe y vago para dar un nuevo paso. Despacio iba mejor. Los brazos… veía las estrellas al intentar cerrarlos. Trataba de doblarlos por los codos, aunque los pusiese en jarras, pero me dolían mucho, en cualquier posición que quisiera coger. Así que no tenía más remedio que aguantarme y hacer el payaso por la calle como si estuviese controlando mis movimientos, imitando a un avión con los brazos extendidos.


Me seguía ardiendo la cara. No podía abrir el ojo izquierdo, que se me había hinchado mucho, por lo que lo tenía ya prácticamente cerrado… porque apenas podía ver la luz del  Sol con él. El aire de la calle lo cogía con ansia al respirar, para al menos, refrescarme por dentro los calores que sentía afuera. Me iba metiendo por los portales, para descansar un rato y poder quitarme de en medio para que la gente no me viese demasiado mis payasadas. Con los brazos en cruz, iba alternando la acera y la calzada, andando y corriendo lo que podía como si de un juego de ir en avión se tratara, al menos cuando alguien andaba cerca de mí, por lo que me podía imaginar, que la gente pensaría que estaba jugando un tanto alocado por la calle, lo que considerando mi edad, no era algo tan excesivo como a mí en principio me pudiera parecer.

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