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viernes, 22 de junio de 2012


En el parto, el mío, debieron haber problemas y estuvimos a punto de morir mi madre y yo. Primero íbamos a morirnos los dos. Se conoce, —según me contaron después, ya que no me debí enterar muy bien en aquellos instantes— que yo no me quería marchar de donde estaba y me agarraba con mis manos, para no separarme de ella. El primer medio cuerpo salió afuera sin muchos problemas, pero mi otra mitad no había manera, porque yo me seguía agarrando con mis manos, resistiéndome a salir de allí y aunque entonces yo no me daba cuenta, perjudicando de paso mucho a mi madre con ello.
Después, sin más, solamente iba a morirme yo. Una vez que terminé saliendo completamente fuera de mi encierro, porque una mujer con bata blanca, se empeñó más aún que yo y consiguió sujetarme mis manos, para soltarme de allí adentro y me sacó del todo. Entonces me surgió a mí un problema importante, que seguramente a causa del forcejeo y de llevarme la contraria, me era imposible poder respirar bien con mis propios pulmones, por no sé qué guerra tenía con los pies y uno de los cordones que me habían tenido enchufado a mi madre durante todo aquel tiempo de calor y oscuridad. Pero al final me lo solucionaron y el peligro pasó por mi lado y se marchó.


Hubo de transcurrir un abultado tiempo para llegar a hacerme algo mayor y poder comprender que los niños vienen al mundo sin ningún tipo de zapatos. Así que aquel recuerdo del tema de los cordones, que yo escuché en aquellos primeros instantes de mi vida, debió ser un mal entendido o una mala interpretación por mi parte. Porque una vez aclarado todo, solamente es un cordón el que puede molestar y crear serios problemas en un parto, por lo que me parece que, o yo no lo comprendía bien entonces según les escuchaba a los que por allí había en mi venida al mundo, o simplemente me debieron pretender engañar en aquel preciso momento, al exponérmelo creyendo tal vez que yo les estaba entendiendo bien lo que me querían explicar, quizá para echar la culpa a sucesos fortuitos fuera de quienes me estaban ayudando y recibiendo en mi salida al mundo exterior. En fin, que fue aquello un lío. Tal vez la verdadera razón de todo el barullo de entonces, fue que, quién sabe si no tendrían suficiente maestría en esos menesteres de echar una mano, en la primera vez que ve la luz alguien que viene con algunos inconvenientes.
El caso es que por fin salí al exterior agarrándome bien fuerte a aquellas manos que me sujetaban, una vez que ya las tenía sueltas de agarrarme a mi madre y me puse a respirar, una vez que me quitaron de encima el enredo que me lo impedía, por lo que era de buen suponer que cuando comencé a llorar con ganas, pese a mi rabia por haberme hecho salir de allí, yo ya estaba fuera de peligro.
Un poco más tarde mi madre no sabía reaccionar bien de su hemorragia. Claro, claro, es que los problemas nunca vienen solos. Y todos daban grandes carreras de un lugar a otro de aquella sala. Yo ya no tenía nada que ver, porque ya me habían lavado, secado y embalado, pero me tenían bien sujeto en aquella sala y podía escuchar claramente todo aquel ajetreo. Al final mi madre debió aprender muy deprisa a agarrarse a la vida, porque también se salvó.



IRIS. Alfonso Sánchez Ortega.

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