Un lugar muy peculiar
Alfonso Sánchez Ortega
Cada
día, lo que sucedía era exactamente lo mismo. Los problemas los mismos, los
remedios —más
que soluciones—,
odiosamente torpes y lentos, siempre los mismos y el negocio de aquel
colectivo, único y también siempre el mismo. Teniendo que soportar sin tregua,
aquella habilidad seguramente programada de permanecer siempre atento a las
miradas de los cómplices de Agapito, que por no tener nada mejor que hacer o
sencillamente no saber hacer otra cosa, apagaban cualquier retazo de
creatividad, de ingenio, de brillantez, de buenas ideas, de destacar quizá por
un esmerado buen hacer, ahogando los destellos incipientes, con sus meteduras
de narices en los caldos que no eran de su cuidado, para volver a sumir toda la
actividad de la empresa, con el aplastante rodillo de dejadez y parsimonia, que apagaba cualesquiera
incipientes nuevas ilusiones. Parecía como si todo aquel puñado de gente, todos
al unísono, fueran diciendo entre ellos «… hay que frenar y aplastar cualquier actitud
que se salga de lo habitual, no vaya a ser que quedemos en evidencia y se
cuestione nuestra estupidez...».
Acostumbrado Santiago durante toda una vida al entorno multinacional, donde el trabajo cada día
parecía diferente y se fomentaban los valores generados y se impulsaba sin
resquicio la creatividad, era difícil adaptarse a contemplar, que por estar
cerca de Ramón y dejar de vernos sólo de vez en cuando, por echarle una mano de
amigo, haber renunciado a todo aquello, donde podías preguntar cualquier duda y
siempre encontrabas a alguien a mano, que animadamente te la resolvía. Aquí no.
Lo descubría a los cuatro días. Las dudas te las resuelves tú, como Dios te dé
a entender, porque eso de preguntar por alrededor, no era una tarea nada fácil.
Y encima Agapito y sus mariachis, ante los cuales tenías que dar cuenta de que
cómo era posible tener una duda… te daban siempre su particular visión de las cosas “hazlo así mismo hombre…” Y esa era su mágica solución.

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