IRIS
Alfonso Sánchez Ortega
En casa de mis padres en
invierno hacía mucho frío. Con más estrecheces que excesos, lo que realmente era
un dormir con calorcito, sobrellevaba que eran precisas dos mantas bajo la
colcha y todo ello sobre la cama, porque dentro, era preciso haber introducido
previamente una bolsa de goma con agua caliente. No obstante, seguramente porque
la cabeza no quedaba oculta bajo las mantas, recuerdo muy bien que por las
mañanas al despertarme no sé qué me pasaba en los meses de más rigor, que no
podía abrir los ojos, porque cada día durante el invierno, tenía pegados los
párpados entre sí por las pestañas. Los tenía duros como si de manera para mí
misteriosa, se hubiesen pegado durante la noche con algún pegamento especial.
Mi madre me cogía en brazos
desde la cama, me abrigaba envolviéndome bien y me llevaba a la cocina, donde
ya había hervido agua con bolitas amarillas de manzanilla y con un algodón me
frotaba los ojos muy despacito. Aquella agua caliente me encantaba, sobre todo
porque gracias a aquel gesto tan sencillo, yo podía poco a poco abrir sin
apenas esfuerzo los ojos y poder ver por primera vez el nuevo día. Se conoce,
que por las noches, el agüilla en las pestañas se hacía escarcha, como si de
hierba de la calle se tratara.

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