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domingo, 1 de julio de 2012


IRIS
Alfonso Sánchez Ortega
En casa de mis padres en invierno hacía mucho frío. Con más estrecheces que excesos, lo que realmente era un dormir con calorcito, sobrellevaba que eran precisas dos mantas bajo la colcha y todo ello sobre la cama, porque dentro, era preciso haber introducido previamente una bolsa de goma con agua caliente. No obstante, seguramente porque la cabeza no quedaba oculta bajo las mantas, recuerdo muy bien que por las mañanas al despertarme no sé qué me pasaba en los meses de más rigor, que no podía abrir los ojos, porque cada día durante el invierno, tenía pegados los párpados entre sí por las pestañas. Los tenía duros como si de manera para mí misteriosa, se hubiesen pegado durante la noche con algún pegamento especial.
Mi madre me cogía en brazos desde la cama, me abrigaba envolviéndome bien y me llevaba a la cocina, donde ya había hervido agua con bolitas amarillas de manzanilla y con un algodón me frotaba los ojos muy despacito. Aquella agua caliente me encantaba, sobre todo porque gracias a aquel gesto tan sencillo, yo podía poco a poco abrir sin apenas esfuerzo los ojos y poder ver por primera vez el nuevo día. Se conoce, que por las noches, el agüilla en las pestañas se hacía escarcha, como si de hierba de la calle se tratara.

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